De las Bucólicas de Virgilio a las denuncias ecologistas del narrador Luis Sepúlveda; de las sagas islandesas donde se palpa el latido de esa isla convulsa hasta La costa de los mosquitos de Paul Theroux. A lo largo de toda la historia de la creación y pensamiento literarios hay una filosofía de la naturaleza, distinta según lugares y tiempos pero con un nexo común: glorificar el Edén perdido, sugerir cierta redención por haber traicionado a la Madre Naturaleza, penetrar en nuevos modos de recuperarla o enfrentarse a ella. Una relación que se orientará hacia un ecologismo que, en paralelo a las investigaciones de Darwin, tiene un origen incuestionable: el retiro de Henry David Thoreau a una cabaña en el bosque en 1845. Fruto de esa soledad nace Walden, descripción de una vida salvaje que tendría un discípulo en nuestra lengua: el uruguayo Horacio Quiroga. «Soy un narrador rural apasionado por la naturaleza», decía Miguel Delibes; como él, otro cazador, Hemingway, recreó con maestría cómo la fauna y la flora convierten al hombre en un ser vulnerable ante los elementos. Y es que ya lo dijo Josep Pla: nuestro ánimo depende del clima; y sentenció Ralph Waldo Emerson: la naturaleza juzga a todos los que se le acercan.