Decía Cicerón que «la amistad no es otra cosa que la suma concordia en todas las opiniones divinas y humanas, sostenidas con amor y buena voluntad», una frase que podrían firmar Johann Wolfgang Goethe y Friedrich Schiller. Estos dos colosos de las letras germánicas –Walter Scott dijo del primero que era el «padre de la literatura alemana», y Thomas Mann convocó al segundo como «médico del alma para nuestro tiempo enfermo», en 1955– no podían ser más diferentes y, sin embargo, alcanzaron un nivel de complicidad y aprecio inconmensurables tras un cultivo cuidadoso: «Goethe y Schiller consideraron su amistad como una planta rara, maravillosa, como una suerte, como una dádiva», afirma Rüdiger Safranski al comienzo de esta «Historia de una amistad», como reza el subtítulo.
Hablábamos de sus diferencias: Goethe «busca el arte como asilo contra la Historia, también contra la Revolución, a la que detesta. En cambio, Schiller, al que repugna igualmente la Revolución en su desarrollo, se deja incitar por ella» (pág. 90); Schiller «consideraba la naturaleza solamente como su enemiga», pero para Goethe «la naturaleza es sagrada» (pág. 106); «Goethe sigue el camino de lo particular a lo universal, mientras que él, Schiller, procede a la inversa» (pág. 109); «Para Goethe, el arte es un medio de vida, pero, a diferencia de Schiller, no tiende a sobrevalorar el efecto moral en el público» (pág. 139); Schiller «trabajaba por la noche, dormía hasta el mediodía, no era muy dado a la vida social», por lo que «sus hábitos de vida se oponían por completo a los de Goethe» (pág. 161).
Decíamos «sin embargo». Porque, ciertamente, ambos autores edificaron su amistad a partir de sus disensiones, de tal forma que todo cobró un carácter constructivo. Safranski dice que Goethe y Schiller «se complementaban de manera prodigiosa», que cada uno aprendió del otro, pues «en aquella amistad todo era estimulante, y lo eran, especialmente, las diferencias» (pág. 293), como ha quedado claro. Pero no fue siempre así: al comienzo se vieron como rivales, e incluso la relación emergió con una mezcla de amor y odio, hasta que comprendieron que su ayuda y promoción mutua redundaba en la mejoría de sus obras respectivas. Goethe, además, le dirá a Schiller que se ha convertido de nuevo en poeta gracias a su influencia, en 1798, coincidiendo con el clímax creativo de su amigo, que vuelve al teatro triunfalmente con su obra Wallenstein; las expectativas al respecto eran altas, pues no en balde con Los bandidos había alcanzado una gran fama desde su estreno, en 1781.
¿Pero en qué momento sucede el trascendente encuentro? Safranski cuenta el tiempo previo de cada uno antes de aquel 7 de septiembre de 1788 que los vio juntos en una misma sala y que preparó una dama de Weimar ávida por tener un salón cultural. Goethe, que hacía poco había vuelto de su gran viaje a Italia, era un dios para Alemania: con su Werther había cambiado por completo la literatura de su país, y su fenómeno sociológico era aún palpable. Schiller estaba redactando una obra que admirará Goethe, Historia de la independencia de los Países Bajos, dirigía la revista Las horas y, siendo ya toda una celebridad en el campo de la filosofía, iba a ser requerido por la Universidad de Jena al año siguiente gracias también a Goethe, aunque a esas alturas aún no pueda hablarse de amistad.
El cruce de dos trayectorias semejantes sólo podría derivar en dos caminos extremos: o el desprecio producto surgido de la envidia y la competencia, o la estimación por el talento ajeno. Felizmente, va naciendo desde las primeras cartas un profundo respeto e interés por lo que hace el otro: cada pieza literaria de Goethe y Schiller, a partir de esos momentos, tendrá un comentarista de lujo recíproco. Se harán inseparables cuando Schiller se establezca en Weimar; siempre enfermo, será atendido paternalmente por Goethe, quien le animará a dar paseos y quedará hundido por la muerte de su colega el 9 de mayo de 1805.
El genio de Fránckfort se encierra en su casa, hundido por la pena, y tardará veinte años en preparar la rica correspondencia que intercambiaron y que hoy es toda una lección de estética, una mirada erudita y controvertida de los autores que les rodearon, admiraron o atacaron: Novalis, Hölderlin o los hermanos Schlegel. Resulta conmovedor, de la mano de Safranski, conocer cómo el espíritu de Goethe se llenaba con la inteligencia y creatividad de Schiller; éste justificaba su vida y labor literaria, le daba una compañía personal e intelectual incomparable. Años después confesará a Johann Peter Eckermann, el editor de su legado literario y autor de las maravillosas Conversaciones con Goethe (póstumas, 1836): «Sólo se aprende de aquel a quien se aprecia». Y sólo el viejo escritor sabía lo profunda y sentida que era tal afirmación, y en recuerdo sobre todo de quién la decía.
Publicado en La Razón, 8-IX-2011