lunes, 5 de septiembre de 2011

¡Pasen y vean!




A comienzos de los años treinta del siglo XIX, un joven Charles Dickens busca la manera de ganarse la vida escribiendo en la prensa londinense. La suerte está de su lado: sus llamados «Esbozos», que firma con el seudónimo «Boz», le reportan notoriedad en un par de publicaciones, a lo que se añade Los documentos póstumos del Club Pickwick, cuya primera entrega ve la luz dos días antes de casarse, en 1836, precisamente con la hija de uno de sus jefes. Este Dickens ducho en entornos periodísticos empieza a ver su senda como novelista, y se hace valer: pide trescientas libras por un libro que le encargan, cuando su sueldo mensual como editor de la revista Bentley’s Miscellany es de cuarenta.


Estos y otros detalles vienen de la mano de Eduardo Berti, que prologa y traduce Memorias de Joseph Grimaldi (Páginas de Espuma), publicadas en 1838, poco después de que muriera el más célebre payaso que han dado las islas británicas, aún recordado, pues «Joey», su «nombre de guerra», apunta el escritor argentino, se utiliza en Inglaterra como sinónimo de «clown». Así, «la vigencia de Grimaldi se comprueba una vez por año, cada primer domingo de febrero, cuando cientos de payasos, arlequines y mimos del mundo entero se dan cita en Haggerston (…) para celebrar una misa en homenaje a Joey, a la que religiosamente sigue un espectáculo».


El proceso de creación de estas memorias tuvo una trayectoria curiosa: Grimaldi preparó su autobiografía y pidió ayuda a un dramaturgo llamado T. E. Wilks para que le ayudara a limarla. A la muerte del payaso, Wilks ofreció el libro al editor Richard Bentley, que a la sazón estaba divulgando la serie de Oliver Twist de Dickens. Y como vio el texto tan mal escrito no dudó en proponerle a su exitoso escritor que lo mejorara para ser publicado. Su comercialidad estaba asegurada; no en vano, Grimaldi había sido todo un ídolo durante sus cincuenta años de carrera en los mejores teatros de Londres (apareció en un escenario con dos años de edad; no en balde era hijo de un maestro de ballet y de una bailarina). Dickens, en apenas dos meses, dejó lista la reescritura, se dice que dictándola a su propio padre, que a la vez necesitaba dinero tras su paso por la cárcel por deudas. No hay que dudar sin embargo de la autoría, puesto que como apunta Berti, «la estructura episódica de las Memorias se parece a las primeras obras de Dickens, llenas de coloridas experiencias y de imborrables personajes secundarios».


Algo de especial vería Dickens en Grimaldi para acometer una labor que a la postre iba a ser muy rentable para la editorial: el mismo origen de pobreza, la atracción por el mundo teatral (el escritor estudió interpretación e intentó en vano aparecer en alguna obra en su juventud), un mismo sesgo cómico, aunque en su caso de carácter narrativo. Lo cierto es que Dickens alcanzó con creces su objetivo. Dickens nos introduce en el ambiente del entretenimiento popular, en el que el abuelo y el padre de Grimaldi ya destacaban con sus bufonadas, incluso frente a los miembros de las monarquías italiana y francesa. No extraña que de esa ascendencia surgiera un genio como Joseph, que cautivó al público desde su primer papel en una pantomima de Robinson Crusoe: «Pronto se convirtió en alguien muy querido delante y detrás del telón». Hasta el punto de que pasó a formar parte del teatro Drury Lane hasta su muerte.


Es impactante el pasaje en que Dickens cuenta cómo, por una travesura, Grimaldi padre dio una paliza a su hijo, lo que no impidió que éste subiera a escena: el resultado es que el público se desternilló de risa al verlo en ese estado y el padre siguió pegándole. «Este episodio ilustra bien ciertos misterios de la vida de los actores», dice Dickens. Es el payaso de ojos tristes que provoca carcajadas. Joseph iba a encaminarse hacia una vida durísima, trabajando en dos teatros, casi sin tiempo para desplazarse, seis días a la semana. Una vida de infortunios y enfermedades oculta tras la sonrisa de un payaso, al decir de Dickens, «sensible y refinado», que dejó dicho en su autobiografía: «La vida es un juego que hay que jugar».


Publicado en La Razón, 5-IX-2011