Quince años más tarde, acudo a mi diario de entonces. El efecto de la taberna en la que me encuentro, a las afueras de Dublín, se proyecta en mi letra irregular, embriagada. Pero la frase es directa y reproduce lo que un deseo romántico me estaba ordenando: crear un poemario sobre la ciudad de la que me enamoré —cómo usar otra palabra— ya en mi anterior visita, dos años atrás. El propósito empezó el 26 de abril y terminó el 17 de septiembre de 1996. Fueron cincuenta poemas escritos en Barcelona, aunque durante cinco meses no salí de Irlanda. Se trató de mi melancólica forma de encajar en una huida ansiada: la flecha de la brújula por fin había parado su demente giro y señalaba, fija, un rumbo. Tres lustros después de concebir La ciudad gris, una década de que viera la luz tardía y precariamente, aquel amor prosigue en su leal recuerdo. Una lealtad que ahora vuelve a alumbrar este libro y su segunda oportunidad.
T. M. G. 15/mayo/2011