jueves, 8 de diciembre de 2011

Saul Bellow, a la carta




Unas frases de la primera página de una de sus novelas más importantes, «Herzog», serviría para establecer una vinculación iluminadora entre el Saul Bellow hombre y el narrador: «Había quienes pensaban que estaba tarado y, durante cierto tiempo, él mismo había dudado de su cordura. Pero ahora, aunque todavía se comportaba de una manera extraña, se sentía seguro de sí mismo, animado, lúcido y fuerte. Estaba como hechizado y se dedicaba a escribir cartas a todo quisque». Ambos se funden en todas sus obras, y de resultas de ello nacen historias plenamente autobiográficas, vivencial e intelectualmente hablando.

Algo que podría sospecharse pero que el conocimiento de estas «Cartas» (traducidas por Daniel Gascón) clarifica por completo, hasta el punto de que ya no es posible regresar a sus novelas sin evocar los comentarios y hechos que se nos descubren a lo largo de un epistolario que recorre los años 1932-2005 magníficamente editado por Benjamin Taylor. Éste, del que conocimos su segunda novela en 2009 gracias a Mondadori, compartió mucho tiempo con el escritor canadiense durante sus últimos tres años y a su muerte pudo seleccionar setecientas ocho cartas (dos quintas partes del total del que disponía) que son «el relato de un artista. Su lucha por escribir la siguiente página de ficción es, para bien o para mal, lo que más importa cualquier día».

Dicho de otro modo, estas cartas constituyen un perfecto instrumento para interpretar la música narrativa que Bellow se propuso desde su primera novela, «Hombre en suspenso» (1944), hasta la última, «Ravelstein» (2000). En ellas se aprecian sus dudas –«Extrañamente, no tengo una gran opinión de “[El legado de] Humboldt”. Es como el final de algo» (2-VII-1975)– y sus agotamientos frente a su arte –«“Herzog” me tiene hundido» (22-X-1960); «“El [diciembre del] decano” me lo quitó todo; la escribí en una especie de arrebato y me queda un residuo peculiar que no sé cómo quitarme de encima» (3-XII-1981). Al admirador de Bellow le maravillarán todos los mensajes, muchos de ellos extensos y detallados, tanto a amigos del mundo académico como a sus más queridos escritores, como Robert Penn Warren, Bernard Malamud, John Berryman, Philip Roth y John Cheever, a varios de los cuales sugirió para el Nobel.

Con ellos y otros destinatarios desconocidos para nosotros comparte su preocupación por las ventas –son «un fracaso» los menos de 2.500 ejemplares vendidos de «La víctima» (1948)–, su vocación, que por supuesto no es otra que «escribir libros y la sigo con la agitación de la verdadera egolatría» (27-II-1949) y, en definitiva, su entrega a la literatura como un consuelo ante sus incertidumbres: «La única cura segura es escribir un libro» (9-IX-1960); «Sólo hay una forma de derrotar al enemigo, y es escribir lo mejor posible» (sin fecha, 1956).

Pues junto a un sinfín de meditaciones sobre su propia obra y la ajena de aquellos contemporáneos que le suscitaban interés, en estas cartas lo que más se respira es su lucha acelerada en pos de una felicidad que se le va como arena en mano: intenta paliarlo con humor y el afecto hacia sus amigos, pero no es suficiente; sus cinco esposas y diversos divorcios llenos de tensiones –«Mis numerosos y ridículos matrimonios», dirá (11-III-1988), y antes: «Todo este casarse y separarse equivale a una idiotez» (9-IV-1960)–, siempre en el fragor de viajes por América, Europa y hasta África, separándose de sus hijos de continuo, lo dejan a solas con sus tormentos, con su soledad de artista, con su espíritu tan enamoradizo como sensible a la inestabilidad.

Pero va a ser esa inestabilidad que tan a flor de piel se capta en estas jugosas cartas lo que alimentará su imaginación novelesca, su introspección biográfica. De tal modo que sus temas más candentes –la psicología, la infidelidad, el pasado familiar judío o la ciudad de Nueva York, siempre combinando comedia y seriedad– le llevarán a construir una obra siempre palpitante de presente.

Publicado en La Razón, 8-XII-2011