domingo, 5 de febrero de 2012

¿Por qué se arruinó Scott Fiztgerald?



Puede resultar extraño que, en los años veinte, un joven tuviera dificultad para llegar a fin de mes ganando más de treinta mil dólares al año; que disfrutara de una vida ampulosa y «chic» pero que no le cuadraran los números. Ese hombre se llamó Francis Scott Fitzgerald y tuvo la feliz ocurrencia de poner por escrito ese dilema monetario en un texto sensacional en 1924, «Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año», y al que le seguiría una secuela, «Cómo sobrevivir con casi nada al año», de no tanta calidad pero igualmente sorprendente. Ambos textos los ha recogido en un precioso minilibro la editorial Gallo Nero, que ha añadido un artículo de William J. Quirk, «La declaración de la renta de F. Scott Fitzgerald», encargado en su momento por un amigo y biógrafo del escritor, Matthew J. Bruccoli, que había conservado los papeles de la vida laboral del narrador, de 1919 a 1940.

«Mi mujer y yo nos casamos en Nueva York en la primavera de 1920, durante la época en que los precios alcanzaron las cotas más altas que jamás haya conocido la humanidad», dice el autor de «El gran Gatsby»: «Acababa de recibir un cheque importante del cine y me sentía un tanto condescendiente con los millonarios que recorrían la Quinta Avenida en sus limusinas: y es que a mis ingresos les había dado por duplicarse todos los meses». Fitzgerald cuenta cómo pasó de no recibir casi un centavo por sus escritos a ser rico, a gozar de una existencia lujosa, pues, lejos de plantearse ahorrar, un desenfadado optimismo les llevó a él y a su mujer Zelda a hospedarse en el hotel más caro de Manhattan. Allí empiezan los problemas para estos «nuevos ricos», como se llaman a sí mismos, meticulosamente expuestos por el escritor con ironía, dado que a los tres meses no les queda un dólar. La pareja asistirá, incrédula, a cómo la falta de previsión, por un lado, y el deseo de seguir yendo al teatro, comer en restaurantes y viajar, por el otro, son difícilmente compatibles. Por ello, verán atónitos que los 36.000 dólares «no habían dado para nada» y acabarán por mudarse a Francia tras recibir la noticia de que allí la vida es más asequible (asunto que se explica en el segundo de los textos).

Su traductora, Julia Osuna, dice que «pocos son los autores que han logrado plasmar tan bien la impotencia cómica del nuevo rico en nuestra sociedad cambiante»; algo en lo que estará de acuerdo su colega Yolanda Morató, que se ha encargado de traducir y prologar para la editorial Zut «Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos», una colección de diecisiete artículos que Fitzgerald deseó ver agrupados sin éxito, pues su editor, Max Perkins, no lo consideró oportuno en aquellos años treinta en que recibió la propuesta.

El libro incluye los dos artículos sobre «Cómo sobrevivir…» y algunos otros en los que, al decir de Morató, siguen «las alusiones al dinero en todas sus dimensiones: desde salpicadas referencias a la fiebre del oro hasta reflexiones sobre la conveniencia de los bonos bancarios y los libros de contabilidad domésticos». El relieve crematístico de la vida queda expuesto por los tres primeros artículos, tan divertidos: «Quién es quién y por qué», donde Fitzgerald cuenta cómo vendió sus primeros relatos; «Princeton», en el que da cuenta de cómo los ricos dan la impresión de vulnerabilidad cuando dice: «En beneficio de los inspectores de recaudación de impuestos se me puede herir con mayor facilidad en la cuenta corriente».

Mención aparte merecen dos textos, «Una breve autobiografía», en realidad una catalogación de años en los que bebió champán, vino y diversos cócteles, y «Acompañen al señor y a la señora Fitzgerald a la número…», en el que reseña sus estancias en los hoteles en donde estuvieron alojados. Estos artículos (Morató adjunta la cantidad que percibió por cada uno: 50 dólares el más barato, 1.500 el más caro), junto con el que da título al libro, «Mi ciudad perdida», sobre sus idas y venidas de Nueva York, y varios otros de gran valor humorístico y vivencial se completan con «Ecos de la era del jazz», donde el escritor expresa su nostalgia por una época que le había dado «más dinero del que jamás hubiera soñado».

Publicado en La Razón, 5-II-2012