lunes, 18 de junio de 2012

Billy el Niño, Oeste infernal

En la presentación de su libro pudo verse a Mark Lee Gardner, con su atuendo vaquero, poblado mostacho y guitarra en ristre, cantar «Knockin’ On Heaven’s Door», la famosa canción de Bob Dylan incluida en la película «Pat Garret and Billy the Kid» (1973), de Sam Peckinpah. Gardner llamaba a las puertas del cielo, junto a su colega, el también músico e historiador Rex Rideout –ambos publicaron un exitoso CD reuniendo temas del Lejano Oeste–, con la excusa de su libro «Al infierno en un caballo veloz». Un libro este surgido de muchos años de investigaciones sobre el violento siglo XIX estadounidense en tierras de Texas y Nuevo México y que tendrá continuación el año que viene, con la aparición de otro volumen también de referencia infernal, «Shot All To Hell», donde se estudia al joven y legendario forajido Jesse James. Pero ahora el protagonista es Billy el Niño, también una leyenda, un icono de hecho, e igualmente muerto a los veinte y pocos años. Él y Pat Garret, su vecino al principio, su perseguidor después, su verdugo en última instancia.

La fuerza del cine hará que para siempre Billy sea Kris Kristofferson, y Garret sea James Coburn, dos actores que se amoldaron al tono crepuscular, al ritmo lacónico del filme de Peckinpah con Dylan como actor y responsable de la banda sonora. Pero, por supuesto, ha habido incontables adaptaciones sobre la vida de este criminal: en música, Aaron Copland estrenó un ballet sobre él en 1938; en narrativa, Ramón J. Sender, durante su periplo en Nuevo México como profesor universitario, escribió «El bandido adolescente» (1965), y Michael Ondaatje, el autor de «El paciente inglés», publicó la novela «The Collected Works of Billy the Kid» (1970); en arte, cabe recordar al artista de Seattle Jacques Moitoret, que lo inmortalizó en uno de sus llamativos retratos.

Gardner, con su estudio «Billy y Pat Garret. La épica búsqueda de justicia en el Viejo Oeste» (así reza el subtítulo), busca sacar al forajido de la leyenda y colocarlo de manera fidedigna en un contexto que se encarga de exponer muy bien: «La cultura de la violencia» de un país que acababa de salir de una guerra civil sangrienta, así que «no debería sorprender a nadie que en el siglo XIX Norteamérica fuera un lugar violento, o que la violencia fuera, en cierto modo, una forma de vida».

Las hipérboles alrededor de Billy el Niño han sido constantes (se le atribuyeron veintiún asesinatos, pero parece que mató a dos personas en defensa propia y a otras dos durante una de sus fugas de la cárcel), como resulta habitual en los casos en los que la leyenda solapa la realidad. Gardner es riguroso con la trayectoria de cada cual, partiendo de fuentes contrastadas –«cartas y periódicos contemporáneos, historias orales, autobiografía y similares»–, testigos oculares que, bien es cierto, pudieron mentir, tergiversar los hechos o abusar de la imaginación.

Para el lector este será el mayor aliciente: seguir los pasos de Henry McCarty, o Henry Antrim, o William H. Bonney, pues de todas estas formas se le llamó, hasta que, seis meses antes de su controvertida muerte, la Prensa de Las Vegas le apodó Billy el Niño (en su juventud, a Garret, las mexicanas con las que solía divertirse en el «saloon» le llamaban Patricio y le apodaban Juan Largo). Gardner cuenta su origen familiar y cómo pronto forma parte de una banda de ladrones de ganado, para luego recabar en Fort Sumner, «fundado para supervisar a miles de navajos». Allí coincidirá con ese hombre apuesto aunque algo desastrado de metro noventa que se casará con una hispana –luego enviuda y vuelve a contraer matrimonio– mientras actúa de «sheriff» en el condado de Lincoln. En definitiva, dos hombres «predestinados a estar unidos para siempre» que tuvieron cosas en común: «Ciertas cualidades de liderazgo, para empezar, y su famosa afición al baile, las carreras de caballos y el juego».

Nunca fueron amigos, pero tampoco enemigos. Mujeriegos, buenos bailarines, hábiles con la pistola de seis balas, Garret y Billy se vieron las caras por última vez cuando el «sheriff» mató al joven, que se había escapado de prisión. Una muerte llena de conjeturas y ambigüedades de la que nacería todo un mito: «Garret había enterrado a Billy en 1881, pero no tenía ninguna posibilidad de enterrar la leyenda, que ya estaba cobrando vida propia». El «sheriff» fue un héroe para los políticos, pero la sociedad lo tildaría de asesino y cobarde. El niño Billy, cuyo encanto y magnetismo eran irresistibles para las damas, al decir de Gardner, aún vive en Fort Sumner, y su tumba es pasto para los nostálgicos del Lejano Oeste.

Publicado en La Razón, 14-VI-2012