Estamos en el mundo más pacífico de todos
los tiempos. ¿Alguien lo duda? Incluso el siglo XX no fue especialmente
violento en comparación con otros muchos periodos. ¿Alguna objeción al
respecto? Bien, se supone que todas –acompañadas de ademanes de sorpresa y
cuasi indignación–, pues cómo decir tal cosa después de que haya aún personas
que recuerdan el Holocausto, el Gulag, la Segunda Guerra Mundial, las innúmeras
guerras civiles africanas, etc. Pero así lo afirma el psicólogo Steven Pinker,
que ya supo cuál es “El instinto del lenguaje” (1994) y “Cómo funciona la
mente” (1997), por decirlo con dos de sus títulos más ambiciosos, y que ahora
sabe y comparte lo que nos diferencia de nuestros antepasados: un afán por
alcanzar la paz de modo duradero y democrático como nunca se ha visto.
El científico canadiense se cuestiona por
qué nosotros no nos recreamos “en atroces tormentos aplicados a otros seres
vivos”, como en aquellos casos que irá exponiendo a lo largo de este
impresionante mosaico de depravaciones humanas en los cuatro confines del
planeta desde la era prehistórica. La violencia más extrema y cruel ha
caracterizado a la raza humana desde su aparición, así que «en vez de
preguntar: “¿Por qué están en guerra?”, deberíamos preguntarnos: “¿Por qué hay
paz?”». Hacia la resolución de esa propuesta nos dirigiremos de la mano de un
Pinker que consigue convertir un montón de estadísticas y datos históricos en
un ensayo escrito de forma sobresaliente, incluso con gotas de humor pese a la
escabrosidad de muchos de los asuntos que trata, que se lee con interés
constante pese a su tremenda extensión y que, sobre todo, rompe esquemas
prefijados y nos hace descubrir la verdad de muchos horrores.
Para demostrar “el declive de la
violencia y sus implicaciones”, como reza el subtítulo, Pinker analiza acciones
y emociones, poniendo en primer plano antiguos hábitos sociales, militares y
judiciales, dando cuenta de cómo ciertas brutalidades –torturas, matanzas
supersticiosas, genocidios étnicos o religiosos, sadismos, esclavitud– eran
constitutivas de la psicología del hombre en función de la época y el lugar. El
punto de inflexión sería lo que da en llamar “la revolución humanitaria”,
asentada en la súbita importancia del autocontrol y la empatía y en donde tiene
una función vital la expansión de la cultura, aun algo tan discreto como la
costumbre de leer novelas, iniciada en el siglo XVIII, lo cual fue “el
invernadero de nuevas ideas sobre los valores morales y el orden social”. Es en
el Siglo de las Luces cuando este “humanismo ilustrado” cuaja para plantear que
la violencia cotidiana es indigna y se empiezan a abolir prácticas públicas
milenarias de dañar y ensañarse en el daño, muchas de ellas tan metidas en el
tejido social que eran entretenimientos callejeros, con el increíble amparo de
la legalidad y el consentimiento de reyes y eclesiásticos.
Desde el año 8000 a. C. hasta 1970; de
1970 hasta hoy. Tales serían las dos descompensadas partes en que Pinker divide
la presencia de la violencia entre los humanos. No en vano, “creo que muchos
también se sorprenderán al enterarse de que, de las veintiuna peores cosas que
los individuos se han hecho unos a otros (de las que tengamos constancia),
catorce tuvieron lugar antes del siglo XX”, dice en el significativo capítulo
“La larga paz”. En un gráfico, en efecto, vemos cómo las conquistas de los
mongoles en el siglo XIII o la rebelión y la guerra civil de An Lushan (ocho
años de la dinastía Tang) en el VIII son muy superiores en muertos a las
atrocidades recientes, más si cabe cuando la población mundial era mucho menor,
con lo que la incidencia de la mortandad, en proporción, resultaba más
impactante.
La larga paz aludida se prolonga durante
la segunda mitad de siglo XX, excepto los años sesenta y setenta, cuando hubo
un repunte de la violencia, y llega hasta ahora, salvo en numerosos países
musulmanes “que parecen haberse perdido la revolución humanitaria”, por culpa
de “la superstición religiosa” y “una hiperdesarrollada cultura del honor”. De
hecho, al principio Pinker, cuando habla de que la violencia tiene tres causas:
el beneficio, la seguridad y la gloria, demuestra que “el móvil más citado para
la guerra es la venganza”. Somos una especie vengativa, ¿alguien puede
dudarlo?, pero el ángel que llevamos dentro ha hecho de “la prudencia, la
razón, la ecuanimidad, el autocontrol, las normas, los tabúes y las
concepciones sobre los derechos humanos” nuestra hoja de ruta pacífica.
Publicado en La Razón,
18-X-2012