Lo apunta el traductor David Sánchez Usanos: si
de algún autor norteamericano se ha llegado a una opinión unánime sobre su
calidad e interés, ese es William Faulkner. Y además en todo el mundo, muy en
particular en América Latina; por algo Onetti dijo: «Yo he leído páginas de
Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo.
¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…». Se trata
sólo de un ejemplo de entre un millón que justifica el interés máximo que
despertarán “todos los artículos de madurez de Faulkner, los discursos, reseñas
de libros, introducciones a libros y cartas destinadas a su publicación”, como
indica su editor en el prólogo, James B. Meriwether.
Es un Faulkner en la última parte de su
trayectoria, ya convertido en una figura pública relevante, sobre todo tras la
obtención del premio Nobel en 1950, cuyo discurso tiene un inicio inolvidable:
“Siento que este premio no me ha sido concedido a mí como hombre, sino a mi
trabajo –el trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu humano, no
por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear a partir de los
materiales del espíritu humano algo que no existía antes”. Es mediante las
intervenciones de viva voz donde encontramos al Faulkner más pasional y
comprometido con su profesión, como cuando leyó, al recibir el premio Andrés
Bello, una meditación sobre las intenciones del artista: “Lo que encontraste e
intentaste imitar era la verdad”.
Faulkner persiguió la perfección, sabiendo que
se fracasa estrepitosamente pero que cabe insistir, debiendo “tener humildad
respecto a su competencia para llegar allí, respecto a sus métodos, a su oficio
y a su destreza en el oficio”, como señaló en un homenaje a John Dos Passos.
También su mentor Sherwood Anderson, Albert Camus y el Hemingway de “El viejo y
el mar” se dan cita aquí, en ensayos donde surge el sueño americano, el Sur y,
sobre todo, el río Misisipi que le vio nacer, escribir y morir.
Publicado
en La Razón, 19-X-2012