domingo, 21 de octubre de 2012

Ese oficio llamado escribir



Lo apunta el traductor David Sánchez Usanos: si de algún autor norteamericano se ha llegado a una opinión unánime sobre su calidad e interés, ese es William Faulkner. Y además en todo el mundo, muy en particular en América Latina; por algo Onetti dijo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…». Se trata sólo de un ejemplo de entre un millón que justifica el interés máximo que despertarán “todos los artículos de madurez de Faulkner, los discursos, reseñas de libros, introducciones a libros y cartas destinadas a su publicación”, como indica su editor en el prólogo, James B. Meriwether.

Es un Faulkner en la última parte de su trayectoria, ya convertido en una figura pública relevante, sobre todo tras la obtención del premio Nobel en 1950, cuyo discurso tiene un inicio inolvidable: “Siento que este premio no me ha sido concedido a mí como hombre, sino a mi trabajo –el trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear a partir de los materiales del espíritu humano algo que no existía antes”. Es mediante las intervenciones de viva voz donde encontramos al Faulkner más pasional y comprometido con su profesión, como cuando leyó, al recibir el premio Andrés Bello, una meditación sobre las intenciones del artista: “Lo que encontraste e intentaste imitar era la verdad”.

Faulkner persiguió la perfección, sabiendo que se fracasa estrepitosamente pero que cabe insistir, debiendo “tener humildad respecto a su competencia para llegar allí, respecto a sus métodos, a su oficio y a su destreza en el oficio”, como señaló en un homenaje a John Dos Passos. También su mentor Sherwood Anderson, Albert Camus y el Hemingway de “El viejo y el mar” se dan cita aquí, en ensayos donde surge el sueño americano, el Sur y, sobre todo, el río Misisipi que le vio nacer, escribir y morir.

Publicado en La Razón, 19-X-2012