martes, 23 de octubre de 2012

Cien años sin el creador de «Drácula»



Hay en la historia algunos casos paradigmáticos de cómo un personaje –Tarzán, Sherlock Holmes, Frankenstein…– se impone con tal fuerza que se traga al autor, convirtiéndolo en un ser casi anónimo a causa de la trascendencia universal de su creación. Absolutamente nadie desconoce quién es Drácula, pero muchos no sabrán que su autor fue un irlandés que no ganó dinero con esa obra que los críticos desdeñaron desde el comienzo, un tipo que pese a no disfrutar de éxito literario tuvo una rica vida social, lo cual le llevó a codearse con lo más granado del mundillo cultural londinense y norteamericano, y cuya vida estuvo marcada por la compañía de un hombre para el que trabajó como manager en el teatro más importante de la época victoriana, el actor Henry Irving, famosísimo por sus papeles de Hamlet o Mefistófeles; una relación que muchos han visto de tintes homosexuales pero en todo caso funesta al final para Stoker, pues cobraba tan poco que llegó al fin de su vida teniendo que pedir ayuda a sus amigos.

Ahora, la editorial Reino de Cordelia publica «Drácula. Un monstruo sin reflejo», una forma de conmemorar los «cien años sin Bram Stoker 1912-2012» y asomarnos a la historia del vampírico personaje ya con su primer artículo, del editor Jesús Egido, que recuerda cómo «un monstruo enterrado hace siglos, que sólo puede salir al amparo de la noche y teme a los crucifijos y las hostias consagradas, un conde transilvano fétido y culto, contrata los servicios de una agencia inmobiliaria londinense en busca de la yugular femenina que le obsesiona desde que contempló una fotografía de su dueña». Esta es Mina Harker, a la que su prometido Jonathan le envía unas cartas que son la médula de la novela, pues Stoker eligió el género epistolar para contar las andanzas de este joven abogado inglés que acude a los montes Cárpatos de Transilvania para cerrar unas ventas con el llamado conde Drácula.

El resto de esta novedad editorial, repleta de fotogramas de películas, reproducciones de las ediciones de «Drácula» y dibujos –además, se añaden dos relatos, «El invitado de Drácula», del propio Stoker, y «Vampiro», de Emilia Pardo Bazán–, cuenta con colaboraciones tan destacadas como la de Luis Alberto de Cuenca, que hace una revisión bibliográfica de las traducciones españolas del clásico, la del crítico y teórico de la historieta Javier Alcázar, que proporciona «un repaso a los cómics de vampiros», la de la actriz Emma Cohen, quien habla de «los vampiros del cine español», o la del crítico de cine y literatura Jesús Palacios, que apunta «unas breves notas sobre vampiros y vampirismo en la literatura española e hispanoamericana». Todos ellos abordan algo que, en propiedad, ya es inabordable: la influencia de ese mito en la cultura popular de todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI, especialmente desde «Drácula» (1897), pero aun antes, pues el vampiro literario nació décadas atrás, cuando algunos escritores se basaron en el folclore para pergeñar hombres sedientos de sangre humana, como “El vampiro” (1816), de John Polidori, secretario de Lord Byron.

Desde el comienzo, Stoker tuvo claras las características de su inmortal personaje; en el volumen, se transcribe un decálogo del vampiro; éste «puede transformarse en lobo y en murciélago, reptar por las paredes» y «es capaz de controlar las fuerzas de las tormentas y otros fenómenos naturales y de crear masas de niebla para ampararse en ellas». Un individuo lóbrego e imparable, surgido de la poética imaginación de un narrador del que no se recuerda ninguna otra obra. El traductor Óscar Palmer señala «la rica y compleja personalidad del auténtico Bram Stoker, un hombre atlético e industrioso, afable, mordaz y dotado de un espléndido sentido del humor». Trabó amistad con Walt Whitman y Mark Twain (fue a Estados Unidos para acompañar las actuaciones de Irving), y antes lo había sido de los padres de Oscar Wilde, cuya novia de juventud Florence acabaría casándose con el propio Stoker.

Deportista potentísimo, pese a que pasó sus primeros siete años de vida enfermo en casa, estudiante sobresaliente en el Trinity College, funcionario del Estado, miembro del colegio de abogados Inner Temple y la Sociedad Filosófica de Dublín, además de la esotérica Hermetic Order of the Goleen Dawn, Stoker se interesó por el psicoanálisis y el hipnotismo; su vida privada fue un enigma: un biógrafo dice que tras el nacimiento de su hijo, desistió del sexo matrimonial, y otro asegura que era un tipo mujeriego porque Florence era frígida. En todo caso, murió de sífilis, la misma semana del hundimiento del Titanic, a los sesenta y cuatro años, pidiendo la incineración, tal vez para no verse en la tumba con el conde que, mucho después, se aprovecharía de su sangre hasta adquirir una fama inmensamente mayor a la suya.

Publicado en La Razón, 21-X-2012