No hay espacio ni tiempo al que
no acceda Peter Watson, historiador de curiosidad ilimitada, de retos
mayúsculos, de meticulosidad absorbente. Autor de algo más de una decena de
títulos, por lo que respecta a nuestro idioma no sólo habíamos tenido la ocasión
de adentrarnos en una “Historia intelectual del siglo XX” (2004), sino que
desde la actualidad nos habíamos desplazado hasta el comienzo de la raza humana
y su capacidad de imaginar, inventar y producir hasta ver todo ello volcado en
“Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2006). Ahora el investigador
inglés vuelve a desafiarse a sí mismo, y se enfrenta a un dilema complejo y
fascinante: las diferencias entre los pueblos de los diversos continentes, a lo
largo de la historia pero muy particularmente pivotando en torno al momento en
que Cristóbal Colón oteó tierra, el 12 de octubre de 1492, pensando que estaba
a punto de llegar a Cipango, o sea, Japón.
Según el autor, esa llegada a
tierras insospechadas “acabó desatando una estampida a través del Atlántico,
una corriente que hasta cierto punto todavía sigue fluyendo y que cambió para
siempre el perfil del mundo, con trascendentales consecuencias, tan magníficas
como catastróficas”. Aquel fue el punto de inflexión, el fin o inicio de un
periodo que, afirma, se está empezando a comprender del todo últimamente,
“gracias a descubrimientos registrados en varias áreas del conocimiento”.
Watson acude a tales áreas y propone un estudio que toma como punto de partida
el año 15000 a. C. Desde ese momento hasta casi el siglo XVI d. C., hubo en la
Tierra “dos poblaciones por completo separadas, una en el Nuevo Mundo, otra en
el Viejo, ambas ajenas a la existencia de la otra”. Así, “La gran divergencia”
busca distinguir las trayectorias de los pueblos y civilizaciones de los dos
hemisferios, recorriendo en paralelo los distintos paisajes a los que se
adaptaron los grupos humanos, generando costumbres, religiones y lenguas
propias.
Todo encuentro cultural, por muy
aventurero y asombroso que sea, implica desconcierto y choque psicológico,
conflicto o incomprensión. El Viejo y el Nuevo Mundo vivieron tal cosa, y la
economía, la política e incluso la teología no volvieron a ser las que eran. A
juicio de Watson, Europa no alcanzó a comprender la dimensión de haber descubierto
una nueva tierra hasta el comienzo del siglo XVIII. Esta es seguramente la
parte del libro más interesante y próxima para el lector: la cuestión de “la
(interminable) polémica sobre el Nuevo
Mundo”, al respecto de la violencia impuesta a los indios por parte de los
conquistadores, que contrastaba con la visión piadosa de algunos misioneros y
con el concepto de civilización y barbarie que se iba a imponer en círculos
intelectuales. En cualquier caso, “el descubrimiento de América forzó a los
europeos a reflexionar sobre sí mismos”, a reconsiderar su veneración de la
Antigüedad grecolatina en un tiempo en que se abría a su conocimiento la
existencia de otras grandes culturas milenarias.
Pero esa es sólo la meta a la que
conduce Watson. El recorrido en sí entraña abordar cuestiones relacionadas con
“la cosmología, la climatología, la geología, la paleontología, la mitología,
la botánica, la arqueología y la vulcanología”. El investigador, en este libro
que no duda en calificar de “experimento”, muestra las características de
América y Euroasia desde esas disciplinas, pero, lo que es más importante,
explica el porqué de sus divergencias a partir de lo más básico: la genética,
desde que el ser humano surgió en África hace unos 150.000 años. Watson rastrea
las migraciones de los hombres y cómo se fue poblando el planeta, desde África
hasta Alaska, apunta que “todas las lenguas habladas entre el Atlántico y el
Himalaya tenían un origen común”, y en definitiva expone cómo los monzones y
huracanes, los rasgos climáticos, los movimientos de los continentes marcaron
la evolución de la naturaleza, y por tanto, las condiciones para la aparición
de la agricultura o la proliferación de enfermedades.
Watson aborda la fase de
domesticación de plantas y animales, comparando el suroeste de Asia y
Mesoamérica (con sus cuatro grandes civilizaciones: la azteca, la mixteca, la
zapoteca y la maya), y sostiene que “arar, guiar a los animales, ordeñar y
montar a caballo” fueron cosas que no se hicieron nunca en el Nuevo Mundo. Ese tipo
de comparaciones, de incidir en detalles actitudinales, da cuenta de lo que
somos hoy, de dónde estamos hoy –antes del mestizaje actual, hubo una línea
divisoria, una ignorancia mutua y un pasado planetario común–, pues todo en
nosotros es geografía y biología.
Publicado en La Razón, 25-X-2012