jueves, 25 de octubre de 2012

La guerra de los mundos


No hay espacio ni tiempo al que no acceda Peter Watson, historiador de curiosidad ilimitada, de retos mayúsculos, de meticulosidad absorbente. Autor de algo más de una decena de títulos, por lo que respecta a nuestro idioma no sólo habíamos tenido la ocasión de adentrarnos en una “Historia intelectual del siglo XX” (2004), sino que desde la actualidad nos habíamos desplazado hasta el comienzo de la raza humana y su capacidad de imaginar, inventar y producir hasta ver todo ello volcado en “Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2006). Ahora el investigador inglés vuelve a desafiarse a sí mismo, y se enfrenta a un dilema complejo y fascinante: las diferencias entre los pueblos de los diversos continentes, a lo largo de la historia pero muy particularmente pivotando en torno al momento en que Cristóbal Colón oteó tierra, el 12 de octubre de 1492, pensando que estaba a punto de llegar a Cipango, o sea, Japón.

Según el autor, esa llegada a tierras insospechadas “acabó desatando una estampida a través del Atlántico, una corriente que hasta cierto punto todavía sigue fluyendo y que cambió para siempre el perfil del mundo, con trascendentales consecuencias, tan magníficas como catastróficas”. Aquel fue el punto de inflexión, el fin o inicio de un periodo que, afirma, se está empezando a comprender del todo últimamente, “gracias a descubrimientos registrados en varias áreas del conocimiento”. Watson acude a tales áreas y propone un estudio que toma como punto de partida el año 15000 a. C. Desde ese momento hasta casi el siglo XVI d. C., hubo en la Tierra “dos poblaciones por completo separadas, una en el Nuevo Mundo, otra en el Viejo, ambas ajenas a la existencia de la otra”. Así, “La gran divergencia” busca distinguir las trayectorias de los pueblos y civilizaciones de los dos hemisferios, recorriendo en paralelo los distintos paisajes a los que se adaptaron los grupos humanos, generando costumbres, religiones y lenguas propias.

Todo encuentro cultural, por muy aventurero y asombroso que sea, implica desconcierto y choque psicológico, conflicto o incomprensión. El Viejo y el Nuevo Mundo vivieron tal cosa, y la economía, la política e incluso la teología no volvieron a ser las que eran. A juicio de Watson, Europa no alcanzó a comprender la dimensión de haber descubierto una nueva tierra hasta el comienzo del siglo XVIII. Esta es seguramente la parte del libro más interesante y próxima para el lector: la cuestión de “la (interminable) polémica  sobre el Nuevo Mundo”, al respecto de la violencia impuesta a los indios por parte de los conquistadores, que contrastaba con la visión piadosa de algunos misioneros y con el concepto de civilización y barbarie que se iba a imponer en círculos intelectuales. En cualquier caso, “el descubrimiento de América forzó a los europeos a reflexionar sobre sí mismos”, a reconsiderar su veneración de la Antigüedad grecolatina en un tiempo en que se abría a su conocimiento la existencia de otras grandes culturas milenarias.

Pero esa es sólo la meta a la que conduce Watson. El recorrido en sí entraña abordar cuestiones relacionadas con “la cosmología, la climatología, la geología, la paleontología, la mitología, la botánica, la arqueología y la vulcanología”. El investigador, en este libro que no duda en calificar de “experimento”, muestra las características de América y Euroasia desde esas disciplinas, pero, lo que es más importante, explica el porqué de sus divergencias a partir de lo más básico: la genética, desde que el ser humano surgió en África hace unos 150.000 años. Watson rastrea las migraciones de los hombres y cómo se fue poblando el planeta, desde África hasta Alaska, apunta que “todas las lenguas habladas entre el Atlántico y el Himalaya tenían un origen común”, y en definitiva expone cómo los monzones y huracanes, los rasgos climáticos, los movimientos de los continentes marcaron la evolución de la naturaleza, y por tanto, las condiciones para la aparición de la agricultura o la proliferación de enfermedades.

Watson aborda la fase de domesticación de plantas y animales, comparando el suroeste de Asia y Mesoamérica (con sus cuatro grandes civilizaciones: la azteca, la mixteca, la zapoteca y la maya), y sostiene que “arar, guiar a los animales, ordeñar y montar a caballo” fueron cosas que no se hicieron nunca en el Nuevo Mundo. Ese tipo de comparaciones, de incidir en detalles actitudinales, da cuenta de lo que somos hoy, de dónde estamos hoy –antes del mestizaje actual, hubo una línea divisoria, una ignorancia mutua y un pasado planetario común–, pues todo en nosotros es geografía y biología.

Publicado en La Razón, 25-X-2012