Hoy lo visual y la lectura
instantánea son el eje de la vida social y comunicativa, pero lo que ha hecho
posible tales cosas, el desarrollo de la tecnología y el alfabetismo
generalizado, son asuntos surgidos casi ayer. Desde el origen de los tiempos
hasta bien entrado el siglo XX, el sentido humano más usado para la
supervivencia y la distracción fue el oído. El hombre vivió su proceso de
desanimalización en paralelo a la aparición del lenguaje, como explica Vargas
Llosa en el ensayo que le dedicó a Juan Carlos Onetti, “El viaje a la ficción”.
El lenguaje produjo seres pensantes, que articulaban palabras que significaban
cosas, y que escuchaban en torno a un fuego las primeras historias, las
primeras ficciones que hacían soñar.
El autor limeño cuenta cómo
en 1958, en un viaje al Amazonas junto a un antropólogo, presenció un momento
mágico, cuando los miembros de una tribu se inquietaron visiblemente. Iba a
llegar “el hablador”, le dijeron, el cual encandilaría a su audiencia a base de
leyendas y chismes. Ese sentido de transmisión oral cimentó las primeras
epopeyas, las generaciones se pasaron unas a otras las canciones populares
medievales y los cuentos surgidos del folclore europeo acabaron en las páginas
de unos libros que alguien leía por las noches, frente a una chimenea y rodeado
de la familia.
La gran especialista en
literatura clásica infantil, Maria Tatar, refiere una contundente frase de John
Updike sobre este tipo de lectura: “Eran la televisión y la pornografía de su
tiempo, lo que iluminaba la vida de los analfabetos”. Desde esos inmortales
relatos que han formado la fantasía de todo niño, hasta las radionovelas de
mitad de siglo pasado, la oralidad y la escucha activa han configurado el ser
humano que somos. Aunque no es lo mismo oír que escuchar. “Nos hallamos ante
dos procesos distintos”, dice Ramón Andrés en “El mundo en el oído” (sobre el
nacimiento de la música en la cultura). Hoy vemos audiolibros en formato mp3 o
descargables en Internet, pero si viajamos a Cuba, podemos encontrarnos con unos
trescientos lectores de tabaquerías: los trabajadores, mientras lían cigarros
habanos, ¿oyen, escuchan? la lectura de una novela o del “Granma”. Y como en
los remotos tiempos de las cavernas, esa información es la que nutre su
conocimiento y ensoñación.
Publicado en La Razón, 10-XII-2012