Nunca
el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau ha
estado de tanta actualidad. En estos tiempos de crisis globalizada, de pérdida
de valores, de ética rebajada, las ideas del polémico y célebre intelectual
siguen asomándose, trescientos años después de su nacimiento, con una fuerza
absoluta. No en balde, dijo que la auténtica humanidad había que encontrarla en
el orden moral, y que las religiones eran el fundamento de esa moral, cuyos
méritos cabía poner en práctica de continuo mediante actos virtuosos. Así lo
expresó en un texto incluido en Profesión
de fe del vicario saboyano y otros escritos complementarios (editorial
Trotta), el cual, junto con Escritos
políticos, que pone el acento en la necesidad de una educación
cívico-política para que no degeneren las instituciones democráticas, ofrece
cuestiones que hoy siguen debatiéndose por su vigorosa utilidad.
Rousseau es, para
muchos filósofos contemporáneos, uno de los constructores del Estado moderno,
uno de los pioneros en reflexionar sobre cómo el individuo ha de buscar su
realización personal dentro de un colectivo. “Ciudadano de Ginebra”, escribía
junto a su nombre cuando firmaba, y esta ciudad suiza que le vio nacer el 28 de
junio de 1712 le dedicó lo que se llamó “Año Rousseau”; de tal manera que, con
el lema “2012 Rousseau para todos”, presentó un programa repleto de
espectáculos musicales y teatrales, exposiciones y coloquios, a lo que se añadieron
otras ciudades helvéticas importantes para el escritor ilustrado como Neuchâtel e Yverdon, que cuentan con manuscritos que acaban
de ser considerados por la UNESCO como patrimonio de la memoria universal.
La celebración de los llamados “banquetes filosóficos”, en los que
se debatieron aspectos de la vida y obra de Rousseau, se complementó con seis paseos guiados que recrearon las caminatas de
las que Rousseau dijo sacar gran provecho a la hora de meditar y que recorrieron
sus temas más importantes a lo largo de Ginebra, un lugar este, sin embargo, en
el que no cuajó su mirada progresista. Y sin embargo, tal temperamento
en la actualidad es un espejo en el que reflejarse, y no sólo en Europa, sino
también en América: en Sao Paulo, se preparó un gran encuentro sobre el
escritor, pues según François Jacob, director de
la Biblioteca Rousseau en Ginebra, Brasil interpreta bien al autor de
la novela pedagógica Emilio o De la
educación (1792) al comulgar con sus ideas sobre la
Naturaleza y su busca de una identidad política. Por su parte, Estados Unidos
también acogió este tricentenario, dado que su Constitución le debe mucho a la
obra El contrato social (1762); así, la
Biblioteca del Congreso de Washington organizó varios actos el pasado verano para recordar a
un hombre cuyas afirmaciones fueron recibidas a veces con hostilidad.
Y es que jamás su voz y comportamiento se adaptaron bien a la
sociedad dieciochesca. Su vida fue
realmente intensa y hasta aventurera; su madre había muerto al darle a luz, y
su padre siempre andaba metido en problemas debido a una serie de reyertas de
agrias consecuencias, de modo que estuvo al cuidado de un tío hasta que, con
dieciséis años, se fugó de su ciudad natal, recabando en casa de un sacerdote
católico en Saboya, quien le presentaría a la suiza Madame de Warens, la cual a
su vez lo acogería en Annecy. Esta señora, además de ayudarle a recibir una
buena educación, sería su amante algún tiempo más tarde, pero, en 1740,
Rousseau iba a dejar la casa de su protectora para encaminarse hacia París,
donde malvivió mediante diferentes empleos, contrajo matrimonio con una
costurera llamada Thérèse Levasseur, con la que tendría varios hijos ―y a los
que abandonaría en hospicios― y conoció, entre otros intelectuales de renombre,
a D’Alembert, Voltaire y Diderot.
En 1750, ganó un concurso organizado por la Academia
de Dijon por su Discurso sobre las
ciencias y las artes, texto con el que se da a conocer en los círculos
literarios y al que le seguirá el controvertido Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres (1755). Pero antes ha acontecido uno de los fenómenos intelectuales
más importantes de todos los tiempos: después de tres años de lucha contra la censura y la Iglesia,
buscando impresores de calidad, que escaseaban en la época, en 1751, aparece el
primer volumen de la Enciclopedia. Un
gran proyecto que también sufrió dificultades a la hora de contactar con los
que firmarían los artículos. A este respecto, Rousseau ofrece una visión muy
particular de cómo se generó el encargo de escribir parte del primer volumen: «Estos
dos autores [Diderot y D’Alembert] han estado trabajando en un Dictionnaire Encyclopédique,
que inicialmente se suponía que sería una mera traducción de Chambers, similar
a la del Dictionnaire de Médecine de James, que Diderot acaba de traducir.
Quería que yo colaborara con algo a esta segunda empresa, y me ofreció los
artículos sobre temas de música, que acepté y que realicé con grandes prisas y
muy apuradamente durante los tres meses que nos había dado a mí y a los demás
autores que se suponía que trabajaban en el proyecto, pero de los cuales fui el
único que lo concluí en el tiempo convenido. Le envié mi manuscrito, que había
hecho copiar por un lacayo de Monsieur de Franceuil, llamado Dupont, que
escribía muy bien y al que pagué diez escudos de mi bolsillo, los cuales nunca
me reembolsó. Diderot había prometido devolvérmelos a cuenta de los libreros,
pero nunca volvió a mencionarlo, y yo tampoco lo hice». En efecto, a Rousseau
le correspondieron los 20 textos sobre música, muy lejos de los 1.978 artículos
que Diderot dedicó a todo tipo de asuntos –artesanía, metafísica, filología,
botánica, mecánica–, de los 199 artículos en el haber de D’Alembert, que se
especializó en matemáticas, geometría y astronomía, y de los 484 artículos de
un autor hoy muy olvidado, Edme-François Mallet, consagrado a la redacción de
los textos sobre teología e historia antigua.
Luego, durante los años 1756 y 1757, Rousseau disfrutará
de la protección de la escritora Madame d’Epinay en el Hermitage, un pabellón
ubicado en un parque en la zona de Montmorency. A esas alturas, sus
discrepancias con Diderot le hacen separarse de modo definitivo de los
enciclopedistas, tal como reflejan las cartas que dirigió a sus colegas al
respecto de las continuas disputas y polémicas que suscitaba el gran proyecto;
de hecho, llegó a redactar diatribas en contra de Voltaire y D’Alembert, la Carta acerca de la providencia (1756) y
la Carta sobre los espectáculos
(1758), respectivamente. Sigue en Montmorency, como huésped del mariscal de
Luxemburgo, y se dedica sobre todo a su obra. Una obra compuesta de teorías
políticas mal vistas o de argumentos sospechosos de indecencia, todo lo cual le
creará muchos problemas ante las autoridades e incluso frente a otros
escritores. De este modo, el arzobispo de París ordena su arresto, y huye a
Suiza, para luego ir a Londres, en 1776, donde encuentra la ayuda de David
Hume. Sin embargo, hasta con el filósofo inglés acaba enemistándose, volviendo
a París para pasar sus últimos años trabajando como copista de música, muriendo
inesperadamente en el castillo de Ermenonville, en 1778, al cuidado del marqués
de Girardin. Nadie podría presagiar en ese año que su legado iba a influir
poderosamente en el mundo de la sociología, la filosofía, la literatura o la
ética. Y es que aún se discute si, como dijo este precursor de la educación
moderna, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo encadena.
¿O será al revés?
Publicado en la revista Clarín
(núm. 102, noviembre-diciembre 2012)