jueves, 31 de enero de 2013

Ideas con trescientos años de vida


Nunca el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau ha estado de tanta actualidad. En estos tiempos de crisis globalizada, de pérdida de valores, de ética rebajada, las ideas del polémico y célebre intelectual siguen asomándose, trescientos años después de su nacimiento, con una fuerza absoluta. No en balde, dijo que la auténtica humanidad había que encontrarla en el orden moral, y que las religiones eran el fundamento de esa moral, cuyos méritos cabía poner en práctica de continuo mediante actos virtuosos. Así lo expresó en un texto incluido en Profesión de fe del vicario saboyano y otros escritos complementarios (editorial Trotta), el cual, junto con Escritos políticos, que pone el acento en la necesidad de una educación cívico-política para que no degeneren las instituciones democráticas, ofrece cuestiones que hoy siguen debatiéndose por su vigorosa utilidad.

Rousseau es, para muchos filósofos contemporáneos, uno de los constructores del Estado moderno, uno de los pioneros en reflexionar sobre cómo el individuo ha de buscar su realización personal dentro de un colectivo. “Ciudadano de Ginebra”, escribía junto a su nombre cuando firmaba, y esta ciudad suiza que le vio nacer el 28 de junio de 1712 le dedicó lo que se llamó “Año Rousseau”; de tal manera que, con el lema “2012 Rousseau para todos”, presentó un programa repleto de espectáculos musicales y teatrales, exposiciones y coloquios, a lo que se añadieron otras ciudades helvéticas importantes para el escritor ilustrado como Neuchâtel e Yverdon, que cuentan con manuscritos que acaban de ser considerados por la UNESCO como patrimonio de la memoria universal.

La celebración de los llamados “banquetes filosóficos”, en los que se debatieron aspectos de la vida y obra de Rousseau, se complementó con seis paseos guiados que recrearon las caminatas de las que Rousseau dijo sacar gran provecho a la hora de meditar y que recorrieron sus temas más importantes a lo largo de Ginebra, un lugar este, sin embargo, en el que no cuajó su mirada progresista. Y sin embargo, tal temperamento en la actualidad es un espejo en el que reflejarse, y no sólo en Europa, sino también en América: en Sao Paulo, se preparó un gran encuentro sobre el escritor, pues según François Jacob, director de la Biblioteca Rousseau en Ginebra, Brasil interpreta bien al autor de la novela pedagógica Emilio o De la educación (1792) al comulgar con sus ideas sobre la Naturaleza y su busca de una identidad política. Por su parte, Estados Unidos también acogió este tricentenario, dado que su Constitución le debe mucho a la obra El contrato social (1762); así, la Biblioteca del Congreso de Washington organizó varios actos el pasado verano para recordar a un hombre cuyas afirmaciones fueron recibidas a veces con hostilidad.

Y es que jamás su voz y comportamiento se adaptaron bien a la sociedad dieciochesca. Su vida fue realmente intensa y hasta aventurera; su madre había muerto al darle a luz, y su padre siempre andaba metido en problemas debido a una serie de reyertas de agrias consecuencias, de modo que estuvo al cuidado de un tío hasta que, con dieciséis años, se fugó de su ciudad natal, recabando en casa de un sacerdote católico en Saboya, quien le presentaría a la suiza Madame de Warens, la cual a su vez lo acogería en Annecy. Esta señora, además de ayudarle a recibir una buena educación, sería su amante algún tiempo más tarde, pero, en 1740, Rousseau iba a dejar la casa de su protectora para encaminarse hacia París, donde malvivió mediante diferentes empleos, contrajo matrimonio con una costurera llamada Thérèse Levasseur, con la que tendría varios hijos ―y a los que abandonaría en hospicios― y conoció, entre otros intelectuales de renombre, a D’Alembert, Voltaire y Diderot.

En 1750, ganó un concurso organizado por la Academia de Dijon por su Discurso sobre las ciencias y las artes, texto con el que se da a conocer en los círculos literarios y al que le seguirá el controvertido Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755). Pero antes ha acontecido uno de los fenómenos intelectuales más importantes de todos los tiempos: después de tres años de lucha contra la censura y la Iglesia, buscando impresores de calidad, que escaseaban en la época, en 1751, aparece el primer volumen de la Enciclopedia. Un gran proyecto que también sufrió dificultades a la hora de contactar con los que firmarían los artículos. A este respecto, Rousseau ofrece una visión muy particular de cómo se generó el encargo de escribir parte del primer volumen: «Estos dos autores [Diderot y D’Alembert] han estado trabajando en un Dictionnaire Encyclopédique, que inicialmente se suponía que sería una mera traducción de Chambers, similar a la del Dictionnaire de Médecine de James, que Diderot acaba de traducir. Quería que yo colaborara con algo a esta segunda empresa, y me ofreció los artículos sobre temas de música, que acepté y que realicé con grandes prisas y muy apuradamente durante los tres meses que nos había dado a mí y a los demás autores que se suponía que trabajaban en el proyecto, pero de los cuales fui el único que lo concluí en el tiempo convenido. Le envié mi manuscrito, que había hecho copiar por un lacayo de Monsieur de Franceuil, llamado Dupont, que escribía muy bien y al que pagué diez escudos de mi bolsillo, los cuales nunca me reembolsó. Diderot había prometido devolvérmelos a cuenta de los libreros, pero nunca volvió a mencionarlo, y yo tampoco lo hice». En efecto, a Rousseau le correspondieron los 20 textos sobre música, muy lejos de los 1.978 artículos que Diderot dedicó a todo tipo de asuntos –artesanía, metafísica, filología, botánica, mecánica–, de los 199 artículos en el haber de D’Alembert, que se especializó en matemáticas, geometría y astronomía, y de los 484 artículos de un autor hoy muy olvidado, Edme-François Mallet, consagrado a la redacción de los textos sobre teología e historia antigua.

Luego, durante los años 1756 y 1757, Rousseau disfrutará de la protección de la escritora Madame d’Epinay en el Hermitage, un pabellón ubicado en un parque en la zona de Montmorency. A esas alturas, sus discrepancias con Diderot le hacen separarse de modo definitivo de los enciclopedistas, tal como reflejan las cartas que dirigió a sus colegas al respecto de las continuas disputas y polémicas que suscitaba el gran proyecto; de hecho, llegó a redactar diatribas en contra de Voltaire y D’Alembert, la Carta acerca de la providencia (1756) y la Carta sobre los espectáculos (1758), respectivamente. Sigue en Montmorency, como huésped del mariscal de Luxemburgo, y se dedica sobre todo a su obra. Una obra compuesta de teorías políticas mal vistas o de argumentos sospechosos de indecencia, todo lo cual le creará muchos problemas ante las autoridades e incluso frente a otros escritores. De este modo, el arzobispo de París ordena su arresto, y huye a Suiza, para luego ir a Londres, en 1776, donde encuentra la ayuda de David Hume. Sin embargo, hasta con el filósofo inglés acaba enemistándose, volviendo a París para pasar sus últimos años trabajando como copista de música, muriendo inesperadamente en el castillo de Ermenonville, en 1778, al cuidado del marqués de Girardin. Nadie podría presagiar en ese año que su legado iba a influir poderosamente en el mundo de la sociología, la filosofía, la literatura o la ética. Y es que aún se discute si, como dijo este precursor de la educación moderna, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo encadena. ¿O será al revés?

Publicado en la revista Clarín
(núm. 102, noviembre-diciembre 2012)