Sai Zhenzhu fue su nombre chino, el mismo que está inscrito en su
sepultura, bajo un fresno del jardín de su casa en Vermont desde 1973, y hoy su
legado se mantiene vivo gracias a la Fundación Pearl S. Buck, que acoge y educa
a niños amerasiáticos indigentes. Pues estas constituyeron las pasiones de la que
fuera, en 1938, Premio Nobel de Literatura: China y el cuidado de los más
desafortunados. Por algo esta biografía se subtitula “Enterrar los huesos”: la
pequeña Pearl vio morir consecutivamente a sus tres hermanos, a descubrir bajo
tierra huesos de niños muertos en una China mísera, donde lo fantasmal se
imponía tras lo mortuorio.
Spurling recorre con precisión la vida de Pearl S. Buck (Sydenstricker de soltera, por eso la S.), empezando por cómo sus
padres viajaron a China como misioneros a finales del siglo XIX, y sigue a la
familia de ida y vuelta a los Estados Unidos varias veces. En 1901, por
ejemplo, regresan a su hogar de West Virginia, Pearl con nueve años, en
realidad desde una zona en guerra donde se asesinaba a cristianos y
extranjeros, lo cual no impedirá que el padre, un fanático llamado Absalom
–cuya desconfianza hacia las mujeres le hacía considerar que estas carecían de
alma– reanude su peligrosa misión al año siguiente, aun fracasando a la hora de
convertir al catolicismo a los lugareños.
Conoceremos a la Pearl que antes de los diez años ya ha decidido ser
escritora, a la adolescente obsesionada con Dickens, a la que en Zhenjiang vio
cosas atroces que “volverían a emerger a la superficie décadas más tarde en sus
libros”, a la que recorre Shanghái ya plenamente adaptada –escribió en inglés
lo que pensaba en chino, dijo un crítico sobre su primera novela, “Viento del
este, viento del oeste”–, a la que concibe en Nanjing “La buena tierra” (premio
Pulitzer), que cambió la concepción que se tenía de China en Occidente, pues
los prejuicios degradantes hacia el país asiático se desmoronaron al conocer su
durísima realidad... Toda esta obra está hoy muy olvidada pese a que todavía es
útil para abordar aquella China cotidiana y rural, pero “en su tiempo la leía
todo el mundo, desde los políticos hasta los que limpiaban sus despachos”.
Publicado en La Razón, 7-II-2013