En su enésimo estudio de descomunal
erudición y elegancia, Ramón Andrés toma instrumentos de cuerda con la suavidad
de su prosa excelsa y los arropa con un grado de historicidad insuperable para
cualquier otro especialista; no hay duda de que su conocimiento de la
musicología, de la literatura y de la pintura, como ya demostró en su magno «Diccionario
de música, mitología, magia y religión» (2012), le convierte en el mejor
historicista a través del arte.
Andrés se propone estudiar la “música,
pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza”, es decir, lo que aconteció
en esas tres materias durante el segundo tercio del siglo XVII. Para ello parte
del análisis del cuadro de Carel Fabritius “Vista de Delft con el puesto de un
vendedor de instrumentos musicales” (1652), y explica cómo en esta localidad
holandesa sucedió la explosión de un polvorín que a todos sus habitantes
afectaría en mayor o menor medida, incluida la casa de Vermeer, y cómo se fue
configurando una pléyade de pintores y artesanos en todo el país que se
interrelacionarían intensamente. Estos artistas y el filósofo mencionado
estarán “interesados por la dimensión que empezaba a abrirse a su mirada”,
aquella referente a la óptica y los espejos.
Es el periodo de la invención del
telescopio, de nuevas teorías sobre la perspectiva que atraen a pintores como
Saenredam o Emanuel de Witte. La artesanía musical no es ajena a los adelantos
técnicos, y el oficio de lutier es cada vez más reconocido, lo cual se refleja
en las obras pictóricas: individuos afinando o tocando instrumentos
protagonizan una enorme cantidad de cuadros, y eso lleva al autor a describir
un taller de hacedores de violines, a indagar en “la música de las mujeres” y
en el virginal –un tipo de pequeño clavicémbalo, “insignia de la música de los
Países Bajos”– o a profundizar en la obra, de “orden geométrico”, del organista
J. P. Sweelinck. Así, el libro es un cruce de caminos: un músico afinando su
instrumento, y un pintor congelando ese instante para siempre.