«Los premios
no hacen los libros, son éstos los que hacen los premios», dijo Álvaro Mutis
–muerto ayer en México, a los noventa años, junto con su personaje que le
acompañara, fiel, desde 1953, Maqroll el Gaviero–, reflexionando sobre el Nobel
concedido a Octavio Paz, en uno de los artículos reunidos en su libro «De
lecturas y algo de mundo» (2000). Un título éste que podría representar la
quintaesencia de todo gran escritor: leer para “leer” el mundo, y dejarlo escrito,
a través del mayor viaje, el de la creatividad artística. La cita sobre un
premio –ahora rescatada para glosar el único galardón que nos hermana por
igual, esa Muerte tan apreciada, tan celebrada por el folclore mexicano–, que
parece obvia, no lo es tanto en un ambiente literario que confunde con
facilidad mercadotecnia con arte. Se diría que Mutis no fundió esas dos cosas,
él, “culto y esquivo”, como le señala el antropólogo italiano Francesco
Varanini, cuando era empleado de relaciones públicas de la petrolera Esso. En
su juventud, en Bogotá, en la eclosión de un talento que ya sólo queda en los
libros y que ha despertado las condolencias de muchas personalidades del mundo
de la política y la cultura: el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el
ministro de Cultura José Ignacio Wert hicieron un comunicado oficial tras
conocer la noticia, el mexicano Jorge Volpi tuiteó: “Lamento la muerte del
entrañable, irónico y sutil Álvaro Mutis, uno de nuestros grandes narradores”, y
la agente literaria Carmen Balcells lanzó una sentida frase: “Ningún poeta se
muere, cambia de vida”, sobre el escritor que para ella era un “auténtico
festín de la palabra”.
Petróleo sacó
Mutis hace sesenta años, cuando publicó “Los elementos del desastre”, de
inventar a Maqroll el Gaviero y, poco después, fundó la revista literaria
“Mito”, cuyos colaboradores fueron conocidos con el nombre de “cuadernícolas”. Estos
cavernícolas de cuadernos de poesía, la mitología en su ámbito más legendario y
nómada, los herméticos versos concebidos para uno mismo y para unos pocos
amigos, son la casa en la que pide posada el joven, idealista autor que, discreta
y pacientemente, fue construyendo el edificio de su Libro compacto, unitario,
fijo en sus propósitos lingüísticos y argumentales, más allá de géneros
concretos y modas pasajeras. Mutis perseveró en su literatura épica, a su obra
en progreso, tanto en poesía como en narrativa, pues no hay separación entre
ambas escrituras al responder las dos a un común misterio: el del viaje físico
y metafórico que protagoniza su fracasado héroe, el contrabandista y por
momentos filósofo.
No resulta
extraño, viendo la particular forma de concebir su labor literaria –casi
siempre al margen, compaginándola con empleos en agencias de publicidad o como
representante de la 20th Century Fox– que fuera Mutis, a lo largo de
buena parte de su andadura, un escritor marginado, impresión confirmada por el
especialista José Miguel Oviedo. Sin embargo, su calidad se impuso a los ojos
de la crítica, que vio reflejado en él «el espíritu “postmoderno” de nuestra
época» al tratar la existencia como un recorrido invadido por la pérdida y la
derrota, a veces ejemplificada por su habitual personaje del húsar del tiempo
napoleónico –la admiración por el almirante francés la heredó de su padre, un
diplomático colombiano radicado en Bruselas durante la infancia de su hijo que
murió prematuramente–, pero, sobre todo, por el mencionado navegante que
alterna versos y prosas, honda poesía y novela cervantina, resonancias de
Neruda y Borges, Stevenson, Melville o Conrad.
La voz de
Maqroll, en efecto, define el tono lírico de Mutis, su mirada al mar y a la
lucha inútil del hombre, su baldío camino hacia la muerte. Mediante viejos
recursos –el manuscrito perdido y encontrado, textos fragmentarios, mensajes
anónimos– se desplaza su natural alternancia estilística: por ejemplo, en la
compilación poética «Summa de Maqroll el Gaviero (Poesía 1948-1970)» (1973 y
1992), y en su prosa a través del título general de «Empresas y tribulaciones
de Maqroll el Gaviero». Este «ancient mariner», como diría Coleridge, agoniza
suavemente visitando multitud de tierras pero sin llegar jamás a ningún puerto
definitivo, en un avance crepuscular que tiene como centro novelístico la
trilogía formada por «La nieve del Almirante» (1986), «Ilona llega con la
lluvia» (1988) y «Un bel morir» (1989). El diario de Maqroll, que halló el
narrador-presentador de esta obra por azar en una librería de viejo de
Barcelona, nos habla de la desventura de vivir, una versión ampliada de lo que
su “alter ego” poético sintetiza en «Caravansary» (1981): «Ninguno de nuestros
sueños, ni la más tenebrosa de nuestras pesadillas, es superior a la suma total
de fracasos que componen nuestro destino».
Acaso Mutis
sólo encontraría un refugio de ese fracaso que implica ser un artista
comprometido con su creación en su particular edén: la finca de café y
caña de azúcar fundada por su abuelo en Coello, en la Cordillera Central
Andina. La memoria de la exuberancia de esa tierra verdea una obra que tuvo su
cenit en el año 2001, cuando recibió el Cervantes, su vigésimo premio, todos de
máximo prestigio, como otro también en su amada España (fue Hijo Adoptivo de la
Provincia de Cádiz por la Diputación en 2001; era tataranieto de un gaditano), donde cuatro años antes había obtenido el
Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Sin embargo, cualquier paraíso
tiene su contrapartida, en su caso, la cárcel en la que estuvo recluido quince
meses, tras ser detenido por la Interpol por gastar inapropiadamente algunos
dineros de la Esso destinados a la caridad y que le llevaría a la redacción del
“Diario de Lecumberri” (1960). En prisión escribiría, palparía el dolor y la
soledad, y su Maqroll se haría más taciturno e hiriente, de ahí que fuera
imposible que Mutis se identificara con el edulcorado invento editorial del
“boom” hispanoamericano, pues él se colocó en los antípodas de la literatura como
postal para lectores-turistas deseosos de realismo maravilloso. Al contrario,
para Mutis, lo maravilloso fue la pura y dura realidad de vivir para acabar
muriendo.
Publicado en La Razón,
24-IX-2013