martes, 1 de octubre de 2013

La última travesía de Mutis


«Los premios no hacen los libros, son éstos los que hacen los premios», dijo Álvaro Mutis –muerto ayer en México, a los noventa años, junto con su personaje que le acompañara, fiel, desde 1953, Maqroll el Gaviero–, reflexionando sobre el Nobel concedido a Octavio Paz, en uno de los artículos reunidos en su libro «De lecturas y algo de mundo» (2000). Un título éste que podría representar la quintaesencia de todo gran escritor: leer para “leer” el mundo, y dejarlo escrito, a través del mayor viaje, el de la creatividad artística. La cita sobre un premio –ahora rescatada para glosar el único galardón que nos hermana por igual, esa Muerte tan apreciada, tan celebrada por el folclore mexicano–, que parece obvia, no lo es tanto en un ambiente literario que confunde con facilidad mercadotecnia con arte. Se diría que Mutis no fundió esas dos cosas, él, “culto y esquivo”, como le señala el antropólogo italiano Francesco Varanini, cuando era empleado de relaciones públicas de la petrolera Esso. En su juventud, en Bogotá, en la eclosión de un talento que ya sólo queda en los libros y que ha despertado las condolencias de muchas personalidades del mundo de la política y la cultura: el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el ministro de Cultura José Ignacio Wert hicieron un comunicado oficial tras conocer la noticia, el mexicano Jorge Volpi tuiteó: “Lamento la muerte del entrañable, irónico y sutil Álvaro Mutis, uno de nuestros grandes narradores”, y la agente literaria Carmen Balcells lanzó una sentida frase: “Ningún poeta se muere, cambia de vida”, sobre el escritor que para ella era un “auténtico festín de la palabra”.

Petróleo sacó Mutis hace sesenta años, cuando publicó “Los elementos del desastre”, de inventar a Maqroll el Gaviero y, poco después, fundó la revista literaria “Mito”, cuyos colaboradores fueron conocidos con el nombre de “cuadernícolas”. Estos cavernícolas de cuadernos de poesía, la mitología en su ámbito más legendario y nómada, los herméticos versos concebidos para uno mismo y para unos pocos amigos, son la casa en la que pide posada el joven, idealista autor que, discreta y pacientemente, fue construyendo el edificio de su Libro compacto, unitario, fijo en sus propósitos lingüísticos y argumentales, más allá de géneros concretos y modas pasajeras. Mutis perseveró en su literatura épica, a su obra en progreso, tanto en poesía como en narrativa, pues no hay separación entre ambas escrituras al responder las dos a un común misterio: el del viaje físico y metafórico que protagoniza su fracasado héroe, el contrabandista y por momentos filósofo.

No resulta extraño, viendo la particular forma de concebir su labor literaria –casi siempre al margen, compaginándola con empleos en agencias de publicidad o como representante de la 20th Century Fox– que fuera Mutis, a lo largo de buena parte de su andadura, un escritor marginado, impresión confirmada por el especialista José Miguel Oviedo. Sin embargo, su calidad se impuso a los ojos de la crítica, que vio reflejado en él «el espíritu “postmoderno” de nuestra época» al tratar la existencia como un recorrido invadido por la pérdida y la derrota, a veces ejemplificada por su habitual personaje del húsar del tiempo napoleónico –la admiración por el almirante francés la heredó de su padre, un diplomático colombiano radicado en Bruselas durante la infancia de su hijo que murió prematuramente–, pero, sobre todo, por el mencionado navegante que alterna versos y prosas, honda poesía y novela cervantina, resonancias de Neruda y Borges, Stevenson, Melville o Conrad.

La voz de Maqroll, en efecto, define el tono lírico de Mutis, su mirada al mar y a la lucha inútil del hombre, su baldío camino hacia la muerte. Mediante viejos recursos –el manuscrito perdido y encontrado, textos fragmentarios, mensajes anónimos– se desplaza su natural alternancia estilística: por ejemplo, en la compilación poética «Summa de Maqroll el Gaviero (Poesía 1948-1970)» (1973 y 1992), y en su prosa a través del título general de «Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero». Este «ancient mariner», como diría Coleridge, agoniza suavemente visitando multitud de tierras pero sin llegar jamás a ningún puerto definitivo, en un avance crepuscular que tiene como centro novelístico la trilogía formada por «La nieve del Almirante» (1986), «Ilona llega con la lluvia» (1988) y «Un bel morir» (1989). El diario de Maqroll, que halló el narrador-presentador de esta obra por azar en una librería de viejo de Barcelona, nos habla de la desventura de vivir, una versión ampliada de lo que su “alter ego” poético sintetiza en «Caravansary» (1981): «Ninguno de nuestros sueños, ni la más tenebrosa de nuestras pesadillas, es superior a la suma total de fracasos que componen nuestro destino».

Acaso Mutis sólo encontraría un refugio de ese fracaso que implica ser un artista comprometido con su creación en su particular edén: la finca de café y caña de azúcar fundada por su abuelo en Coello, en la Cordillera Central Andina. La memoria de la exuberancia de esa tierra verdea una obra que tuvo su cenit en el año 2001, cuando recibió el Cervantes, su vigésimo premio, todos de máximo prestigio, como otro también en su amada España (fue Hijo Adoptivo de la Provincia de Cádiz por la Diputación en 2001; era tataranieto de un gaditano), donde cuatro años antes había obtenido el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Sin embargo, cualquier paraíso tiene su contrapartida, en su caso, la cárcel en la que estuvo recluido quince meses, tras ser detenido por la Interpol por gastar inapropiadamente algunos dineros de la Esso destinados a la caridad y que le llevaría a la redacción del “Diario de Lecumberri” (1960). En prisión escribiría, palparía el dolor y la soledad, y su Maqroll se haría más taciturno e hiriente, de ahí que fuera imposible que Mutis se identificara con el edulcorado invento editorial del “boom” hispanoamericano, pues él se colocó en los antípodas de la literatura como postal para lectores-turistas deseosos de realismo maravilloso. Al contrario, para Mutis, lo maravilloso fue la pura y dura realidad de vivir para acabar muriendo.


Publicado en La Razón, 24-IX-2013