El espléndido
memorialista de “La invención de la soledad”, “A salto de mata” y “Experimentos
con la verdad”, impudorosamente atractivo, con una fuerza autobiográfica
incomparable, Paul Auster, ha perpetrado un texto que no hace justicia a su
gran carrera. Ha seguido la senda de su último libro, “Diario de invierno”
(2012), en el que se revisaba a sí mismo a partir del estudio de su cuerpo en
la que consideraba la última estación de su vida. Aquel texto, en algunas
ocasiones superfluo –como cuando detallaba su enamoramiento por su mujer– y
casi siempre original y audaz, había sido la guinda al pastel de una narrativa
llena de aciertos en lo que respecta a literaturizar las emociones.
En cambio,
este “Informe del interior” (traducción de Benito Gómez Ibáñez) presenta a un
Auster que ha hecho un ejercicio memorístico demasiado personalista: él de
niño, adolescente, joven, pues “a tus sesenta y tantos años persisten
vestigios, el animismo de tu primera infancia aún no se ha desterrado por
completo de tu intelecto”. Pero lo contado se reduce a recuerdos
insustanciales, de dudoso interés para los demás y que son asuntos comunes de
la época: televisión, juegos, películas, la escuela; más el descubrimiento de
la muerte, de la pobreza ajena, de la lectura; los Estados Unidos de los años
cincuenta como telón de fondo; y el judaísmo, el alejamiento de los padres, los
campamentos de verano… No ayuda la elección de la segunda persona como punto de
vista narrativo; en “Diario de invierno” tal cosa había sido un aliciente literario
más; aquí es un lastre, y la lectura se hace muy tediosa.
Más cuando
Auster lo estropea aún más al empeñarse en contar dos filmes al dedillo: “El
increíble hombre menguante” y “Soy un fugitivo”, y también al transcribir unas
cartas que un buen día su ex mujer, la escritora Lydia Davis, le envió con
motivo de una donación a una biblioteca. Esto le cogió en plena escritura de
“Informe del interior”, y entonces decidió colocar las misivas que él le había
enviado en la etapa de sus estudios en la Universidad de Columbia y su viaje a
París. El libro se cierra sin mayor fortuna al reproducirse fotografías de
acontecimientos sociales o películas para relacionarse con el texto precedente,
aunque son un parche más a un libro hecho de nostalgias blandas e información
que, visto el resultado, solo competían al propio Paul Auster.
Publicado en La Razón, 7-XI-2013