sábado, 8 de febrero de 2014

La autocensura de la censura


Los artefactos institucionales de la censura, cual Gran Hermano latente en periodos de faltas de libertades de expresión, podían provocar dos cosas: por supuesto que el órgano del poder competente decidiera eliminar alguna palabra, expresión o el libro en su totalidad del autor de turno, o que este escribiera intimidado por la fuerza de sus propias palabras, esto es, que se autocensurara. Camilo José Cela siempre habló de manera despectiva de los censores, quitándoles importancia hasta ningunearlos, aunque los sufriera; Blas de Otero transigió y vio cómo sus poemarios eran retocados por manos ajenas y tiquismiquis, en un contexto de poesía social que iría cobrando coraje y atrevimiento. El bilbaíno tendría que publicar algunos libros en Puerto Rico o París; el gallego vería «La colmena» en edición bonaerense. Hay mil ejemplos.

Muchos escritores que vivieron la España franquista en un momento u otro reflexionaron sobre esta a veces necesaria autocensura para que no sucediera la censura oficial, y cómo eso derivó en estilos y decisiones literarias diferentes: Mercedes Salisachs, J. M. Caballero Bonald, A. Buero Vallejo o Miguel Delibes debieron enfrentarse a ello si querían publicar sin demasiados problemas; algunos de ellos hablaron del inconsciente, el verdadero censor en tiempos de restricciones de lenguaje, e incluso Delibes «mató» al Mario de su famosa obra, según él mismo «receloso de la censura y por motivos estéticos, lo cual mejoró en mucho la novela». Es más, según una encuesta de inicios de los setenta, se demostró que la autocensura artística ya era el primer paso para la acción de la censura estatal, una mandamás con mucha historia: en la España de los Siglos de Oro, activísima, y en la Ilustración francesa que pretendió resumir el conocimiento en una enciclopedia que se atacó desde los poderes. Pero Diderot, viejo zorro, tenía la mejor respuesta para sacarle partido a la situación, cuando dijo: «Libro prohibido, libro leído».


Publicado en La Razón, 7-II-2014