sábado, 5 de abril de 2014

Góngora se cita con el Greco


Un día de 1749, J.-J. Rousseau iba a pie desde París hasta la prisión donde estaba encarcelado Denis Diderot, por haber escrito libros inaceptables para la Iglesia, en la memorable «Camino de Vincennes» (1995), de Antoni Marí. En la última novela de Ana Rodríguez Fisher es Luis de Góngora quien hace un viaje similar, de anhelo por el encuentro y de semilla en pos de un diálogo que se adivina fructífero, para conocer El Greco. Tal cosa es mera leyenda, pues no está demostrado que se conocieran, aunque desde antaño ha sido una elucubración sustanciosa, como lo demuestra una correspondencia apócrifa entre ambos en la que se les asociaba como «precursores del cubismo», publicada en la revista de Juan Ramón «Índice», en 1921.

Rodríguez Fischer ha estudiado a Góngora con esmero y minuciosidad, y su trabajo como historiadora de la literatura, tan brillante –baste citar su ensayo recién publicado en la revista «Clarín», «Y su extrañeza admirarán. Dos sonetos de Góngora y Paravicino en honor de El Greco»–, le ha inspirado esta joya creativa en la que yo diría que el máximo protagonista es el lenguaje. Pocos escritores en España hay que cuiden el estilo como la escritora asturiana. Ésta nos sumerge en un clima lingüístico en el que se respira el Toledo de 1609, los hábitos de vida y maneras de relacionarse en tránsito, con un Góngora ansioso por ver al pintor de «El entierro del conde de Orgaz» que tanto admira.

Publicado en La Razón, 3-IV-2014