domingo, 4 de mayo de 2014

En la estación del tren de la vida


Uno que ha pisado una playa negra en Islandia, oliendo el polo norte y sintiendo el sol de medianoche, que ha caminado por la Gran Muralla China hasta que el calor lo echó sin piedad, que ha oteado el océano desde el mismo cristal por el que miraba Pablo Neruda en Isla Negra al despertar, que acude al Caribe con la frecuencia de un devoto de lo realista maravilloso, que miró la lluvia caer sobre Hong Kong y sus neones de colores, que ha oteado las inmensidades urbanas desde los rascacielos más imponentes del Este norteamericano, que fue a ratos un irlandés melancólico en Dublín, un holandés sobrio y plácido en Amsterdam, un venezolano sonriente en Caracas, un cubano austero y poético en La Habana, un perseguidor de Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas en Puerto Rico, no puede estar más de acuerdo con lo afirmado por Nita Sáenz en el libro, novedad de estos días, Viajar, sentir y pensar (Editorial UOC). Ella, como el poeta chileno al que antes mencioné, también confiesa que ha vivido justo al darse cuenta de que está embarcada en lo que comúnmente llamamos Vida, que ya en sí mismo es el más extenso y denso e intenso viaje. Dentro de su tren metafórico, en las vías del texto “Subir al tren… de la vida”, que cuenta con un sabio epígrafe de Platón, mira “a través de la ventana del vagón, y con el acompasado ritmo de metrónomo de las vías, la vida se encuentra en todo su esplendor, zanganea suavemente tumbada con sus curvas al sol, tranquila, serena, sensual”.

Ese viaje, el de la contemplación, ya basta. Pascal abogó por quedarse en el interior del hogar, y su admirado y envidiado Montaigne, paradigma de aquel al que acusaban de encerrarse en su torre, fue un viajero curioso hasta donde su enfermedad renal le dejó. El parcial sedentarismo de estos pensadores entronca con el forzado del Xavier de Maistre que, a finales del siglo XVIII, escribió su Viaje alrededor de mi habitación, mientras sufría un arresto domiciliario de seis semanas. A esto último alude Josep M. Català en su colaboración a este libro de gratificante objetivo humanitario, que reúne treinta y dos prosas y cuyos beneficios están dirigidos a la Fundación Tarahumara José A. Llaguno ABP: “Fundada en 1992, tiene como misión promover el desarrollo comunitario de la Sierra Tarahumara”, en el estado mexicano de Chihuahua, donde habita un grupo indígena de forma harto precaria. La compra de este pequeño gran volumen ayudará en el desarrollo de cuatro programas: nutrición infantil, financiación de estudios, uso de recursos naturales e incremento de producción de alimentos.

Viajar, sentir y pensar, perteneciente a la colección Cuadernos Livingstone. Experiencias de Viajeros, ha sido coordinado por José Manuel Pérez Tornero y Santiago Tejedor (a la sazón responsables del también reciente y estupendo Viajar a través de las leyendas, igualmente con un proyecto solidario detrás), que habrán propuesto a sus colegas un concepto desde el que partir. De ahí que cada crónica viajera nos brinde los más variados asuntos que surgen, perturban, excitan el viaje: la aventura, la curiosidad, la sorpresa, el desencuentro, el amor, la duda, el terror, la soledad, la alegría… Jordi Serrallonga reflexiona sobre su naturalismo africano, Plàcid García-Planas escribe sobre Libia, Pepa Roma se pregunta qué hace en Bombay, Lluís Pont detalla cómo recorrió diecinueve países de África durante ciento treinta y dos días, México toma cuerpo gracias a la inquietud trascendental de Jaume Mestres y a la divagación sobre el miedo de Lorenzo Fernández Bueno, Gabriel Jaraba, visitando Colombia, entendió que “América era otro mundo”, ciertamente. Porque en definitiva, lo concluyente, lo que nutre el viaje del paisaje más certero, es lo que afirma Lluís Pastor en el primer párrafo de su texto “La certeza de un nuevo yo”: “La certeza de un viaje es que vas a encontrar otras almas. El motor de un viaje es siempre un vector que lleva a los otros. Y también hacia un nuevo yo”. 

Tanto Pastor como Sáenz, viajeros desde la mirada interior, no necesitan someterse al recuerdo de una tierra lejana y exótica para “viajar, sentir y pensar”; el primero reflexiona con precisión sobre el viajero, ese que en su devenir experimentará un nuevo yo, una nueva imagen de sí tras el contacto con el otro, con lo otro; la segunda, en su brevísimo “La decisión”, el de mayor calado literario sin embargo de todo el libro, se mira hacia dentro, constatando que, tras cinco décadas, “el viaje será otro” (la otredad, pues, como médula espinal del viaje, sedentario a lo Pascal, voluntarioso a lo Montaigne). Aquel que, “sin tapujos ni disfraces”, se plante ante la vida cara a cara. Como si el pasado fuera solo una larga espera del tren que, por fin, pasa delante de nosotros justo cuando estamos preparados para subirnos a él.