miércoles, 9 de julio de 2014

La novela rescatada de las trincheras

En 1957, el cineasta Stanley Kubrick, que ya tenía a sus espaldas la realización de seis películas, llevó a cabo un viejo anhelo: trasladar al celuloide una novela que le había impactado en su adolescencia y cuyo autor había muerto en 1944, llamada “Paths of Glory”, título tomado de un verso del poeta inglés del siglo XVIII Thomas Gray, “Los senderos de gloria no conducen sino a la tumba” (del poema “Elegía escrita en un cementerio de aldea”). Un productor de la Metro-Goldwyn-Mayer y el actor Kirk Douglas se habían fijado en el talentoso y joven director, que el año anterior había dado “Atraco perfecto”, su primer film de amplio presupuesto y de trasfondo muy literario, pues estaba basado en una novela negra de Lionel White –autor prolífico cuyas obras eran muy apreciadas por los productores de Hollywood; en parte inspiraría a Tarantino para su “Reservoir Dogs” (1992)–, y el guión era de Jim Thompson, un autor de relatos policiacos que también sería muy adaptado a la gran pantalla. Kubrick ofreció la idea a la MGM, y ésta se convirtió en una de las películas bélicas más logradas de la historia y uno de los hitos interpretativos de Douglas.

La relación artística de Kubrick con la literatura siempre iba a dar resultados óptimos, como la subsiguiente adaptación de la novela “Espartaco” (1960), de Howard Fast, de nuevo con un inolvidable Douglas en el papel protagonista. Sólo basta mencionar “Lolita” de Nabokov, “La naranja mecánica” de Anthony Burgess, “Barry Lindon” de Thackeray o incluso “Eyes Wide Shut”, de Arthur Schnitzler. ¿Pero quién era este Humphrey Cobb que, al contrario que que estos autores tan destacados, hubiera quedado muy olvidado si no hubiera sido porque aquella vieja lectura de Kubrick le condujo a localizar a la viuda del autor y comprar los derechos de la novela, publicada en 1935 y ahora editada por Capitán Swing Libros?

Humphrey Cobb tuvo una vida corta, pero verdaderamente interesante. Nacido en la localidad italiana de Siena en 1899, de niño estuvo internado en Inglaterra y pasó su adolescencia en Estados Unidos. Se trataría seguramente de un espíritu rebelde, porque sería expulsado de la escuela, dejando sin terminar sus estudios y, con sólo diecisiete años, se alistó en el Ejército canadiense. Tras su participación en la Gran Guerra –combatió en la crucial batalla de Amiens, donde fue herido– y de vuelta a Norteamérica, Cobb seguiría vinculado con el ambiente militar, siendo empleado de la Oficina de Información de Guerra, dedicado a la propaganda destinada al extranjero. La publicación de su novela tendría cierto eco, lo que se reflejó en la adaptación al teatro de Broadway a cargo de Sidney Howard, el guionista de “Lo que el viento se llevó”, aunque la asistencia del público fue escasa (por cierto, cabe decir que el Burka Teatro de Tenerife hizo una exitosa versión en el año 2010). Con todo, esta experiencia le serviría a Cobb para participar en el guión del film “San Quintín” (1937), con su tocayo Bogart de protagonista, un año antes de que viera la luz su otra novela, “Todos fueron valientes”.

En esta edición de Capitán Swing (traducción de Ricardo García Pérez), se puede leer una nota del autor en la que explica cómo concibió la obra. Fue el 2 de julio de 1934, tras leer una noticia en el “The New York Times”, sobre la absolución a cinco fusilados por amotinamiento en 1915. Con este punto de partida y sus propios recuerdos de las trincheras (el libro aporta un mini diario que Cobb redactó en la guerra, años más tarde comentado por él mismo), nace la historia de cómo, como consecuencia de un ataque fallido en la Colina de las Hormigas contra los alemanes, un general deshumanizado quiere castigar al regimiento en cuestión por lo que considera un acto de cobardía, pese a que el coronel al mando (Douglas en la película) justifique la acción de sus hombres, que hubieran muerto sin la menor duda. El castigo por parte del ejército francés consiste en elegir a varios soldados al azar para ejecutarlos, lo cual se lleva a cabo tras un juicio cuyo veredicto ya está preestablecido.

David Simon, el creador de la serie televisiva “The Wire” y autor aquí de un prólogo iluminador sobre la novela, explica cómo Cobb “nos habló de unos hombres devorados por la propia institución a la que servían, una institución inapelable y orientada a fines mezquinos, mecánicos y abstractos”. En la lectura, en el visionado de la película, tal cosa despertará la mayor indignación por parte del lector-espectador, impresionado por la frialdad y crueldad de los altos cargos militares. Y todo ello con sobriedad y realismo, pues, siguiendo a Simon, “Cobb, uno de los primeros voluntarios estadounidenses en acudir al frente occidental de la primera guerra mundial con el ejército canadiense, aborda la narración con la mirada recelosa de un veterano y sin los melindres ni el sentimentalismo que acompañan a tantos relatos de guerra”.

No en vano, el propio Cobb escribió en 1933: «Aquello por lo que todas esas “Sin novedad en el frente” o Journey’s End [“Fin de jornada”] fracasan abiertamente como propaganda antibelicista e incluso terminan convirtiéndose en propaganda belicista es por el estoicismo, la capacidad de sacrificio, el idealismo y la nobleza romántica que retratan». Y ponía el acento en el artificio del arte fílmico en contraste con la verdadera crudeza de pelear entre explosiones y disparos: «¡Cuánto odian la guerra los actores y demás, pero, por Dios, con cuánta nobleza sufren! Y un regimiento desfilando por cualquier calle precedido de una buena banda de música… Todos sabemos qué efecto produce sobre nuestra capacidad de raciocinio y nuestro uso de la lógica. La única propaganda antibelicista efectiva que conozco son las fotografías de cuerpos descuartizados y, cuanto más horrendas, mejor».

Por ese motivo, “Senderos de gloria” siempre es calificada de denuncia al militarismo, y por ello Kubrick tuvo que esperar hasta 1975 para que se pudiera estrenar en Francia, dada la imagen horrenda que se daba del ejército galo (y hasta 1986 en España). Y es que el hecho era real, como desarrollaba aquella noticia periodística, extraído de la lucha por el fuerte Douamont durante la Batalla de Verdún; dos décadas después, otro tribunal francés, aparte de absolver a dos de los soldados ejecutados, otorgaría a las viudas una compensación simbólica de un franco. Un episodio vergonzoso, uno de tantos entre tantas masacres bélicas y disparates violentos, que Simon glosa así: “El sinsentido de la acción, unido a las inmaduras ambiciones de quienes estaban al mando, está ciertamente cargado de presagios para el siglo que comenzaba, un periodo en el que la barbarie descendería tanto sobre la población civil como sobre los combatientes armados de Varsovia, Dresde o Nagasaki”. Y ciertamente, la escena de cuando los generales discuten sobre el número de soldados que hay que fusilar ya indica “esa aritmética del terror” que estremece al mundo cada día; un sendero que, en realidad, sólo lleva a la infame gloria de la tumba.

Publicado en La Razón, 8-VII-2014