A primera hora del día salgo a la calle y
caminando, veo un papel en el suelo cuya palabra en mayúscula me secuestra la
curiosidad: ÍNDICE. Esa lista de títulos y números a qué corresponderá. Y
entonces veo algo que es del todo lógico: una hoja suelta que indica una serie
de relatos, sucia, perdida en algún lugar de la Barcelona desierta de
agosto, en el año 2014, de aquel que fue hallado en 1849 una madrugada, medio
muerto, semiinconsciente en una taberna de Baltimore tras la enésima
borrachera. Edgar Allan Poe en el suelo, libre, malherido, pisoteado por la
vida. Miro el papel como si estuviera delante de una tumba que hay que respetar
sin molestarla con el menor roce, y sigo mi camino.
(Solo ahora, al escribir
estas páginas, veo que el índice indica una introducción del televisivo Chicho Ibáñez
Serrador, señal de la época de la edición, ¿años sesenta o setenta?, tan dado a las Historias para no dormir.)
Y es por la tarde de ese mismo día, al repetir los mismos pasos de manera azarosa, cuando una cincuentena de metros más allá de la primera hoja, ya
desaparecida, encuentro otra del mismo libro que alguien lanzó tal vez a la
papelera, al contenedor azul, y algunas de cuyas hojas cayeron y se esparcieron
por la ciudad. Y de nuevo con idéntico orden lógico, esa otra hoja es la primera del
libro en sí, la primera del primer cuento, “La caída de la casa Usher”. Solo
bastaría con recorrer las calles para ir leyendo a Poe, página tras página, por los
suelos, postrándose como si leyéndole agachados rindiéramos pleitesía a su
existencia autodestructiva.