miércoles, 13 de agosto de 2014

El fin de la soledad de Robin Williams


Uno, que se ha pasado más de veinte años interesándose por el suicidio literario –el de los escritores y filósofos que se mataron, el de aquellos que escribieron ficción o ensayos sobre ello–, podría hacer extensivo ese estudio al mundo de los actores y actrices. No son pocas las estrellas del celuloide que decidieron acabar con sus días, directamente, o de forma autodestructiva poco a poco. Basta el cinturón que llevamos en los pantalones para dejar de respirar. Así se acaba todo: el pensar, el sentir. La Soledad. Para hacer lo que ha hecho Robin Williams se ha de sentir una desesperación tan profunda que la palabra depresión se queda en semántica paupérrima para hacernos una idea de cuánta tristeza cabría en el corazón de un hombre que hizo felices a tantos, que hizo reír a tantos, que a veces es lo mismo que revivir.

En los capítulos finales del libro que publiqué en abril, Melancolía y suicidios literarios, abordo el “Siglo XX: el éxtasis del suicidio depresivo” y la “Locura y ebriedad en el arte de matarse”. El psiquiatra y escritor Juan Antonio Vallejo-Nágera y sus valiosos documentos, y el narrador americano William Styron, mediante Esa visible oscuridad, texto autobiográfico sobre su experiencia depresiva y, entre otras cosas, su relación con el alcohol, ahora, después de haberme ayudado a mí a desarrollar esos temas en sendos capítulos, parecen gentes que podrían arrojar alguna luz sobre la siempre incertidumbre del último suicida, en este caso el de este maravilloso actor que ha acompañado nuestra vida entera.

Porque hace pocas semanas volvía a ver la versión de Hamlet de Kenneth Branagh, en la que Williams vivía el papel de rey Osric. Porque me recuerdo viéndole gritar Good morning, Vietnam!, en esas interpretaciones que eran histriónicas y desgarradoras a la vez. Imposible, absolutamente imposible olvidarlo en El club de los poetas muertos, película que marcó una época, que puso el romanticismo, la Belleza, la poesía de nuevo en la cultura popular de forma conmovedora. Tal vez solo hace dos o tres sábados, lo encontraba en TV3 en El hombre bicentenario; y ayer lo recordaba volar como Peter Pan en un cine de Blanes, y en otro de Barcelona, “borroso” genialmente de la mano de Woody Allen en Desmontando a Harry

Eran los años noventa, su etapa dorada, cuando nos asombró en El rey pescador, cuando triunfó con El indomable Will Hunting, cuando nos emocionó en Despertares en uno de sus frecuentes papeles de médico que atiende y se desvive por sus pacientes. Cuando él, precisamente, era un enfermo que no encontró consuelo a su tristeza ni con sus tres hijos ni sus tres esposas; cuando él tal vez tendría que haber interpretado en vida al paciente que, en cama, alguien visita para hacerle reír, para convencerle de que ahora la felicidad le tocaba sentirla a él.