Uno, que se ha pasado más de veinte años
interesándose por el suicidio literario –el de los escritores y filósofos que
se mataron, el de aquellos que escribieron ficción o ensayos sobre ello–,
podría hacer extensivo ese estudio al mundo de los actores y actrices. No son
pocas las estrellas del celuloide que decidieron acabar con sus días,
directamente, o de forma autodestructiva poco a poco. Basta el cinturón que
llevamos en los pantalones para dejar de respirar. Así se acaba todo: el
pensar, el sentir. La Soledad. Para hacer lo que ha hecho Robin Williams se ha de sentir una desesperación tan profunda que la
palabra depresión se queda en semántica paupérrima para hacernos una idea de
cuánta tristeza cabría en el corazón de un hombre que hizo felices a tantos,
que hizo reír a tantos, que a veces es lo mismo que revivir.
En los capítulos finales del libro que
publiqué en abril, Melancolía y suicidios
literarios, abordo el “Siglo XX: el éxtasis del suicidio depresivo” y la “Locura
y ebriedad en el arte de matarse”. El psiquiatra y escritor Juan Antonio
Vallejo-Nágera y sus valiosos documentos, y el narrador americano William
Styron, mediante Esa visible oscuridad,
texto autobiográfico sobre su experiencia depresiva y, entre otras cosas, su
relación con el alcohol, ahora, después de haberme ayudado a mí a desarrollar
esos temas en sendos capítulos, parecen gentes que podrían arrojar alguna luz
sobre la siempre incertidumbre del último suicida, en este caso el de este maravilloso
actor que ha acompañado nuestra vida entera.
Porque hace pocas semanas volvía a ver la
versión de Hamlet de Kenneth Branagh,
en la que Williams vivía el papel de rey Osric. Porque me recuerdo viéndole
gritar Good morning, Vietnam!, en
esas interpretaciones que eran histriónicas y desgarradoras a la vez.
Imposible, absolutamente imposible olvidarlo en El club de los poetas muertos,
película que marcó una época, que puso el romanticismo, la Belleza, la poesía
de nuevo en la cultura popular de forma conmovedora. Tal vez solo hace dos o
tres sábados, lo encontraba en TV3 en El
hombre bicentenario; y ayer lo recordaba volar como Peter Pan en un cine de Blanes, y en otro de Barcelona, “borroso”
genialmente de la mano de Woody Allen en Desmontando
a Harry.
Eran los años noventa, su etapa dorada, cuando nos asombró en El rey pescador, cuando triunfó con El indomable Will Hunting, cuando nos emocionó en Despertares en uno de sus frecuentes papeles de médico que atiende y se desvive por sus pacientes. Cuando él, precisamente, era un enfermo que no encontró consuelo a su tristeza ni con sus tres hijos ni sus tres esposas; cuando él tal vez tendría que haber interpretado en vida al paciente que, en cama, alguien visita para hacerle reír, para convencerle de que ahora la felicidad le tocaba sentirla a él.
Eran los años noventa, su etapa dorada, cuando nos asombró en El rey pescador, cuando triunfó con El indomable Will Hunting, cuando nos emocionó en Despertares en uno de sus frecuentes papeles de médico que atiende y se desvive por sus pacientes. Cuando él, precisamente, era un enfermo que no encontró consuelo a su tristeza ni con sus tres hijos ni sus tres esposas; cuando él tal vez tendría que haber interpretado en vida al paciente que, en cama, alguien visita para hacerle reír, para convencerle de que ahora la felicidad le tocaba sentirla a él.