“Algún día se
tendrá que decir la verdad sobre Baroja”, escribió Josep Pla, uno de sus más
entregados lectores. Su vida, ampliamente descrita a lo largo de las propias
memorias del escritor vasco, “Desde la última vuelta del camino”, aún despierta
sombras, polémicas, dudas; para muchos, en realidad, son insuficientes pese a
su gran extensión, hasta para el ampurdanés: “Son energúmenas, horribles por su
ligereza y sus despropósitos. Me aburro”, aunque, en otro arranque
contradictorio, diga de él que hubiera podido ser el mejor memorialista de la
historia en España y no se canse de destacar la sencillez técnica de su
escritura, su antibarroquismo, su calidad como paisajista y retratista más que
como un constructor de novelas. Así, ya fuera en su misma época, ya sea a casi
seis décadas desde su muerte, la personalidad del narrador de San Sebastián es
sinónimo de controversia, de bandos. Unos lo apreciaron –Marañón, Azorín,
Camilo José Cela– y a otros, como Valle-Inclán, Eugenio d’Ors o Manuel Azaña,
les inspiró desprecio.
Sus
declaraciones contundentes, su ideología o la falta de ella, su germanofilia
durante la Gran Guerra, sus críticas al sistema político o a sus compañeros de
profesión, su misoginia, sus “prejuicios caprichosos e inexplicables” –en
palabras de Pla de nuevo– formaron una imagen de Baroja que aún hace correr
ríos de tinta. El último afluente viene de la mano del joven investigador
Francisco Fuster, doctor en Historia Contemporánea de la Universidad de
Valencia y especialista en la historia de la cultura española de la denominada
Edad de Plata, aquella etapa de grandeza literaria inconmensurable que se
inició con el siglo XX y se vio interrumpida por la guerra civil. Tras
encargarse de diversas ediciones de Azorín y Julio Camba para la editorial
Fórcola, publica ahora, pues, este “Baroja y España” de subtítulo rotundo: “Un
amor imposible”.
Precisamente
Fuster, a modo de conclusión de este estudio que se irá concretando en torno a
la novela “El árbol de la ciencia” y su relación con la crisis de fin de siglo
que vivió España –cuya más llamativa circunstancia es la pérdida de las
colonias en 1998–, recurrirá al Pla que habla de sí mismo en “El cuaderno gris”
para definir a Baroja; así, éste también será, más que un “producto de su
tiempo”, un “producto contra su tiempo”. Bastan unas palabras preliminares de
Justo Serna y Anaclet Pons, también profesores universitarios y mentores de
Fuster, para obtener un perfil social de Baroja sin ambigüedades: “Baroja
deplora los nacionalismos, la política de escaso vuelo, la sociedad inerme y
paralizada, la España sucia. Y todas esas críticas y derogaciones las expresa
rotundamente, sin atemperarlas”. Los prologuistas recuerdan “la fama de
escritor áspero y sincero” que tenía Baroja, cuyo deseo fue “convertir España
en un país verdaderamente constitucional y jurídicamente europeo, sin
casticismos clericales, sin ventajistas o logreros de la política. Un país con
derechos individuales y respetados. Con gentes cultas y deferentes. Sin
fanáticos”.
Lo que anheló
Baroja no podía contrastar más con la realidad que le rodeaba: decepcionante y
gris, llena de desidia y cinismo; una España caduca, resignada, analfabeta. Y
tal vez como en ninguna otra de sus numerosísimas novelas, esta impresión que
le causaba la España de entonces no se perciba tan agudamente como en “El árbol
de la ciencia”, que empezó a escribir en un París donde también estaban en
aquellos momentos otras dos figuras de la literatura en lengua española,
Antonio Machado y Rubén Darío. En concreto, Eduardo Gil Bera, autor de la
biografía no autorizada “Baroja y el miedo” (Península, 2001), en la que se propuso
dilucidar los claroscuros de su objeto de análisis al advertir que no había
habido hasta el momento una biografía barojiana completa, cuenta que el
escritor vasco “pasó la primavera de 1911 en París, alojado en el hotel
Normandie de la Rue Vaugirard, esquina a la de Tournon, junto al Senado y el
jardín de Luxemburgo”. Allí nacerán los personajes que han acompañado a varias
generaciones de estudiantes de bachillerato: el médico Andrés Hurtado, quien, al
perder a su esposa Lulú y con ella al hijo que esperaban, se envenenará con «un
frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel», y el tío del desgraciado joven,
Iturrioz, cuyo lema trascendió para serlo el de la existencia sedentaria pero
batalladora del propio Baroja: “La vida es una lucha constante, una cacería
cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros”.
Fuster
considera que Baroja es el que mejor nos puede ayudar a entender la llamada
“crisis de fin de siglo” mediante la novela citada u otras suyas como “Camino
de perfección” (1901) o las que componen las trilogías “La lucha por la vida” o
“Las ciudades”, a su juicio, “documentos excepcionales en cuyas páginas se
respira el ambiente finisecular”. Cómo cambia la moral de España desde finales
del siglo XIX a comienzos del siglo XX; o cómo ve Baroja el escepticismo que va
cuajando en la opinión pública por la situación de pobreza generalizada y falta
de estímulos, y sobre todo entre sus colegas escritores, influidos por el
pesimismo de la filosofía alemana. Y es que, en efecto, el pensamiento de
Schopenhauer entró en España gracias a los literatos, como en el caso de
Nietzsche, que ya denunció en “Humano, demasiado humano” un progreso de la
civilización que no era tal, que solamente inducía al caos, a la inseguridad y
a la debilidad.
De hecho,
Schopenhauer ya fue clave para el Baroja que preparó su tesis doctoral,
titulada “El dolor: estudio de psicofísica”, y en el primer libro que publica,
“Vidas sombrías”. “En ambos textos –dice Fuster– se aprecia la importancia de
esa primera lectura del pensador de Dánzig, de cuya filosofía tomará el
novelista la tesis según la cual el conocimiento añade dolor al individuo”.
Así, para el protagonista, saber es sufrir. Qué hacer, pues, activarse o
mantenerse en la pasividad; un dilema que explica Arturo Ramoneda en el prólogo
de las “Obras completas VIII” de Baroja que Galaxia Gutenberg fue preparando
desde los años noventa: “Andrés Hurtado intenta solucionar el conflicto surgido
de la contraposición entre acción y contemplación, entre vida y conocimiento,
entre el radicalismo revolucionario utópico y el sentimiento de la inanidad de
todo”.
Ello generará
una incapacidad para cambiar la realidad muy en consonancia con un país que
sufría un parecido desasosiego. El continente entero necesita renovarse tras
demasiado tiempo indolente, porque además la tecnología y la ciencia no han
hecho mejorar las condiciones de la población. “España, como otros pueblos de
Europa, parecía entonces una mujer vieja y febril que se pinta y hace una mueca
de alegría”, dice Baroja del Madrid de fin de siglo, donde pudo observar “cómo
toda la vida española se iba desmoronando por incuria, por torpeza y por
inmoralidad”. Pero su voz, como las de otros intelectuales como Unamuno,
predicará en el desierto; voces que serán críticas sin trascender, pues,
desunidas, no provocarán cambio alguno. Baroja incluso publicará un artículo
titulado “Contra la democracia” en 1899, por considerarla absolutista, sólo
atenta a dominar las masas. Opinión, por cierto, que apenas iba a variar, ya
fueran los años de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera o la
Segunda República.
Publicado en La Razón,
1-IX-2014