lunes, 1 de septiembre de 2014

Desapariciones ficticias


No son pocos los escritores que protagonizaron pasajes de su vida que han quedado en blanco para los biógrafos. De entre los antiguos, por obvia falta de información, siempre hay lagunas, pero la importancia de éstas va en proporción con la grandeza de su obra. Por eso, la ansiedad por conocer lo máximo de Shakespeare ha dado como resultado que los últimos años de la década de 1580 sean conocidos como sus «años perdidos». No se sabe dónde estuvo, lo cual ha dado origen a leyendas sobre su paradero o a conjeturas más o menos posibles, como el hecho de que pudo unirse a una compañía teatral.

De entre los modernos, destaca el caso de Aghata Christie, quien descubre en 1926 que su marido la engaña con su secretaria. La «reina del suspense» se niega a divorciarse y, hundida en la tristeza, el 4 de diciembre desaparece tras dejar su coche en la carretera. El percance, recreado en la película «Aghata» (1979), con Vanessa Redgrave, acaba cuando se la encuentra diez días después en un balneario. El marido, esquivo, afirmará que su mujer padecía amnesia.

Pero la historia más rocambolesca es la de Aleister Crowley que, en 1930, simula su suicidio en connivencia con Fernando Pessoa, al que ha conocido tras un intercambio epistolar de carácter astrológico. Crowley llega a Portugal el 28 de agosto, acompañado de su novia, con la que hacía magia sexual, pero una violenta discusión precipita la marcha de la joven, mientras él idea su broma. Una semana después se lee en la prensa: «Un caso extraño. El célebre escritor inglés Aleister Crowley desapareció de Lisboa dejando en la Boca del Infierno una carta misteriosa y alucinada». Pessoa firma, con seudónimo, el reportaje de esta muerte inventada, fiel a su gusto por las intrigas policiacas, e incluso querrá convertir la anécdota en una novela que no concluirá titulada «La Boca del Infierno».

Publicado en La Razón, a propósito de la ficción documental 
El secuestro de Michel Houllebecq, 23-VIII-2014