No son pocos los escritores que
protagonizaron pasajes de su vida que han quedado en blanco para los biógrafos.
De entre los antiguos, por obvia falta de información, siempre hay lagunas, pero
la importancia de éstas va en proporción con la grandeza de su obra. Por eso,
la ansiedad por conocer lo máximo de Shakespeare ha dado como resultado que los
últimos años de la década de 1580 sean conocidos como sus «años perdidos». No
se sabe dónde estuvo, lo cual ha dado origen a leyendas sobre su paradero o a
conjeturas más o menos posibles, como el hecho de que pudo unirse a una compañía
teatral.
De entre los modernos, destaca
el caso de Aghata Christie, quien descubre en 1926 que su marido la engaña con
su secretaria. La «reina del suspense» se niega a divorciarse y, hundida en la
tristeza, el 4 de diciembre desaparece tras dejar su coche en la carretera. El percance,
recreado en la película «Aghata» (1979), con Vanessa Redgrave, acaba cuando se
la encuentra diez días después en un balneario. El marido, esquivo, afirmará
que su mujer padecía amnesia.
Pero la historia más rocambolesca es la de Aleister Crowley que, en 1930, simula
su suicidio en connivencia con Fernando Pessoa, al que ha conocido tras un
intercambio epistolar de carácter astrológico. Crowley llega a Portugal el 28
de agosto, acompañado de su novia, con la que hacía magia sexual, pero una
violenta discusión precipita la marcha de la joven, mientras él idea su broma.
Una semana después se lee en la prensa: «Un caso extraño. El célebre escritor
inglés Aleister Crowley desapareció de Lisboa dejando en la Boca del Infierno
una carta misteriosa y alucinada». Pessoa firma, con seudónimo, el reportaje de
esta muerte inventada, fiel a su gusto por las intrigas policiacas, e incluso
querrá convertir la anécdota en una novela que no concluirá titulada «La Boca del Infierno».
Publicado
en La Razón, a propósito de la
ficción documental
El secuestro de Michel
Houllebecq, 23-VIII-2014