Agatha Mary
Clarissa Miller, una chica de clase acomodada de Devon, huérfana de padre desde
muy pequeña, recién casada con un piloto de aviación llamado Archibald
Christie, a sus veinticinco años, en 1915, enfermera voluntaria en la farmacia
de un hospital mientras su marido combate en la Gran Guerra, está a punto de
crear uno de los personajes más populares de la historia. Aunque nada pueda
indicar tal cosa, pues los relatos que escribe, de trasfondo paranormal, e
incluso una novela sobre el Egipto que visitó con su madre, son rechazados por
revistas y editoriales. Imposible que su fértil imaginación, capaz de ingeniar
la más compleja y asombrosa trama de suspense, previera que se iba a convertir
en la escritora más vendida de todos los tiempos.
Agatha se
muestra tenaz, no se rinde y, recogiendo ideas de su experiencia en la
farmacia, encuentra la clave para una historia en la que la víctima muere
envenenada y que titula «El misterioso caso de Styles». Su protagonista se
llama Hércules Poirot, un ex oficial de la policía belga que ha encontrado
acomodo en Inglaterra después de que las tropas alemanas invadieran su país.
Varias editoriales vuelven a rechazarle el manuscrito, ella casi se olvida de
su vocación, pues ya ha acabado la guerra, debe cuidar de su madre y ya ha
nacido su hija Rosalind, pero al fin, en 1920, consigue publicar el libro en una
editorial londinense que contrata las cuatro obras siguientes que escriba. Poirot
protagonizará una cincuentena larga de cuentos, dos obras teatrales y treinta y
tres novelas. Bien, en realidad treinta y cuatro: porque esta última, aunque no
sea creación de Agatha Christie, ve la luz el presente mes. El misterio de tal
cosa, a casi cuarenta años de «Telón», novela en la que Christie se atrevió a
matar a Poirot, y de la desaparición de la «reina del crimen» en 1976, es un misterio, esta vez, fácil de desvelar.
Una de sus
admiradoras más incondicionales, a su vez escritora de gran éxito internacional
con nueve “thrillers” psicológicos, Sophie Hannah (1971), tuvo el permiso de los
albaceas del legado de Christie para escribir una secuela del detective belga
más refinado y perspicaz, conocido por su cuidado bigote y sus modos tan
exquisitos como contundentes. “La idea de Sophie para la trama era tan adictiva
y su pasión por el trabajo de mi abuela tan fuerte que tuvimos la certeza de
que había llegado el momento de escribir una nueva Christie”, dice en una nota
previa a «Los crímenes del monograma» (editorial
Espasa Calpe; traducción de Claudia Conde) el director de Agatha
Christie Limited y nieto de, no está de más recordarlo, la creadora de la
señorita Marple, la solterona y aficionada a resolver misterios que
protagonizaría trece novelas desde 1928.
El desafío
para Hannah era máximo, pero urdió una trama que verdaderamente podría haber
firmado la propia Christie, tal es su calidad intrínseca, mérito del talento
extraordinario de esta narradora y también poeta natural de Manchester, y la
fidelidad a los patrones argumentales y características que el buen lector
conoce propios de Poirot. Dado además que el personaje ya estaba “muerto” en su
última aventura detectivesca, Hannah pensó que lo preferible era, en vez de
resucitarlo –como había hecho A. C. Doyle con su Sherlock Holmes, que había
caído por un precipicio en la novela que su autor quería que fuera la última de
su personaje–, llevarlo al año 1929; así se captaba el encanto indudable del
Londres de la época, gran aliciente de una novela que, aparte esta licencia
temporal, presenta la invención de Edward Catchpool, un policía de Scotland Yard que, convertido en narrador
del enigma que oculta la extraña muerte de tres personas en un hotel lujoso,
colaborará con el detective que siempre alude a «la materia gris» para
reflexionar sobre los crímenes que tiene que resolver.
El
treintañero y entregado a los crucigramas Catchpool, con sus inseguridades y
aprensión por los cadáveres, será el contrapunto perfecto de Poirot, pues
servirá para que el lector se sienta identificado con sus dudas sobre la
autoría de los asesinatos, que el belga no tarda en ir clarificando, como es
habitual en él, prestando atención hasta en las cosas más banales, guardándose
detalles trascendentes para sí mismo y exponiendo sus conclusiones ante todos
los implicados, como siempre ocurre al final de sus peripecias. Basta recordar,
por mencionar un ejemplo entre tantos, la escena de «Asesinato en el Orient
Express» en que explica en uno de los vagones del exclusivo tren que no hay un
solo criminal entre los viajeros sino toda una docena.
La referencia
al Orient Express será cercana para aquellos que disfrutaron de la adaptación
que hiciera de la novela Sidney Lumet, en 1974, con un elenco de actores
memorable y Peter Finney como protagonista. Este actor, junto con Peter
Ustinov, que brilló especialmente en el largometraje «Muerte en el Nilo», y
David Suchet, a la cabeza de una serie que empezó a
emitirse en 1989 en Gran Bretaña y duró trece temporadas, son los Poirot que
más recordará el público frente a una pantalla. Pero si nos limitamos a hablar
de libros, la palma se la lleva «El asesinato de Roger Ackroyd» (1926), el
primer gran éxito de Christie con su Poirot, que causó gran revuelo entre los
críticos literarios porque, de forma bien diferente a lo que venía siendo usual
en la narrativa policiaca, el punto de vista en primera persona escondía y a la
vez desvelaba la identidad del criminal en la última página.
De tal modo
que no estamos ante una autora que repitiera sus recursos y se contentara con
explotar sus propios hallazgos técnicos, sino que siempre trataría de dar una
vuelta de tuerca a sus argumentos, y tal vez esa variedad en busca de asombrar
al lector justifique el hecho de que sus tramas continúen estando de
actualidad, ya sea por medio de adaptaciones teatrales –«La ratonera» (1952)
aún mantiene el récord de más tiempo en cartel–, por la reedición de sus obras,
o por un libro como “Los crímenes del monograma”, de su aventajada alumna
Hannah. Ésta toma la guía de su maestra y presenta un enorme caudal de enigmas
en cada capítulo en torno a los cuales se van incorporando más y más
personajes, todos inocentes, todos sospechosos, hasta que, mediante un ritmo
frenético de disquisiciones que engancha al lector de principio a fin, aparecen
el o los culpables, sorprendentes siempre.
Es sin duda un entretenimiento maravilloso
que, no obstante, a algunos lectores de reconocido prestigio llegaba a
desquiciar. Porque si bien este gusto por el género detectivesco recibió el
aplauso de grandes literatos como Faulkner, Yeats o T. S. Eliot, muchos fueron
también los que se preguntaron «¿Por qué la gente lee novelas
policíacas?» (1944), como reza un ensayo de Edmund Wilson. El crítico
estadounidense reconocía haber leído una novela de Christie ambientada en
Egipto que lo tuvo atrapado hasta el final, aunque la acabaría desdeñando hasta
el punto no querer abrir ninguna otra narración suya. «Uno no puede leer
semejante libro, uno lo recorre para ver el problema solucionado». En efecto,
es así, pero vivir el misterio, y llegar hasta su solución, bien merecen la
pena.
Publicado en LaRazón, 10-IX-2014