viernes, 19 de septiembre de 2014

El nuevo Poirot con la misma materia gris

Agatha Mary Clarissa Miller, una chica de clase acomodada de Devon, huérfana de padre desde muy pequeña, recién casada con un piloto de aviación llamado Archibald Christie, a sus veinticinco años, en 1915, enfermera voluntaria en la farmacia de un hospital mientras su marido combate en la Gran Guerra, está a punto de crear uno de los personajes más populares de la historia. Aunque nada pueda indicar tal cosa, pues los relatos que escribe, de trasfondo paranormal, e incluso una novela sobre el Egipto que visitó con su madre, son rechazados por revistas y editoriales. Imposible que su fértil imaginación, capaz de ingeniar la más compleja y asombrosa trama de suspense, previera que se iba a convertir en la escritora más vendida de todos los tiempos.

Agatha se muestra tenaz, no se rinde y, recogiendo ideas de su experiencia en la farmacia, encuentra la clave para una historia en la que la víctima muere envenenada y que titula «El misterioso caso de Styles». Su protagonista se llama Hércules Poirot, un ex oficial de la policía belga que ha encontrado acomodo en Inglaterra después de que las tropas alemanas invadieran su país. Varias editoriales vuelven a rechazarle el manuscrito, ella casi se olvida de su vocación, pues ya ha acabado la guerra, debe cuidar de su madre y ya ha nacido su hija Rosalind, pero al fin, en 1920, consigue publicar el libro en una editorial londinense que contrata las cuatro obras siguientes que escriba. Poirot protagonizará una cincuentena larga de cuentos, dos obras teatrales y treinta y tres novelas. Bien, en realidad treinta y cuatro: porque esta última, aunque no sea creación de Agatha Christie, ve la luz el presente mes. El misterio de tal cosa, a casi cuarenta años de «Telón», novela en la que Christie se atrevió a matar a Poirot, y de la desaparición de la «reina del crimen» en 1976, es un misterio, esta vez, fácil de desvelar.

Una de sus admiradoras más incondicionales, a su vez escritora de gran éxito internacional con nueve “thrillers” psicológicos, Sophie Hannah (1971), tuvo el permiso de los albaceas del legado de Christie para escribir una secuela del detective belga más refinado y perspicaz, conocido por su cuidado bigote y sus modos tan exquisitos como contundentes. “La idea de Sophie para la trama era tan adictiva y su pasión por el trabajo de mi abuela tan fuerte que tuvimos la certeza de que había llegado el momento de escribir una nueva Christie”, dice en una nota previa a «Los crímenes del monograma» (editorial Espasa Calpe; traducción de Claudia Conde) el director de Agatha Christie Limited y nieto de, no está de más recordarlo, la creadora de la señorita Marple, la solterona y aficionada a resolver misterios que protagonizaría trece novelas desde 1928.

El desafío para Hannah era máximo, pero urdió una trama que verdaderamente podría haber firmado la propia Christie, tal es su calidad intrínseca, mérito del talento extraordinario de esta narradora y también poeta natural de Manchester, y la fidelidad a los patrones argumentales y características que el buen lector conoce propios de Poirot. Dado además que el personaje ya estaba “muerto” en su última aventura detectivesca, Hannah pensó que lo preferible era, en vez de resucitarlo –como había hecho A. C. Doyle con su Sherlock Holmes, que había caído por un precipicio en la novela que su autor quería que fuera la última de su personaje–, llevarlo al año 1929; así se captaba el encanto indudable del Londres de la época, gran aliciente de una novela que, aparte esta licencia temporal, presenta la invención de Edward Catchpool, un policía de Scotland Yard que, convertido en narrador del enigma que oculta la extraña muerte de tres personas en un hotel lujoso, colaborará con el detective que siempre alude a «la materia gris» para reflexionar sobre los crímenes que tiene que resolver.

El treintañero y entregado a los crucigramas Catchpool, con sus inseguridades y aprensión por los cadáveres, será el contrapunto perfecto de Poirot, pues servirá para que el lector se sienta identificado con sus dudas sobre la autoría de los asesinatos, que el belga no tarda en ir clarificando, como es habitual en él, prestando atención hasta en las cosas más banales, guardándose detalles trascendentes para sí mismo y exponiendo sus conclusiones ante todos los implicados, como siempre ocurre al final de sus peripecias. Basta recordar, por mencionar un ejemplo entre tantos, la escena de «Asesinato en el Orient Express» en que explica en uno de los vagones del exclusivo tren que no hay un solo criminal entre los viajeros sino toda una docena.

La referencia al Orient Express será cercana para aquellos que disfrutaron de la adaptación que hiciera de la novela Sidney Lumet, en 1974, con un elenco de actores memorable y Peter Finney como protagonista. Este actor, junto con Peter Ustinov, que brilló especialmente en el largometraje «Muerte en el Nilo», y David Suchet, a la cabeza de una serie que empezó a emitirse en 1989 en Gran Bretaña y duró trece temporadas, son los Poirot que más recordará el público frente a una pantalla. Pero si nos limitamos a hablar de libros, la palma se la lleva «El asesinato de Roger Ackroyd» (1926), el primer gran éxito de Christie con su Poirot, que causó gran revuelo entre los críticos literarios porque, de forma bien diferente a lo que venía siendo usual en la narrativa policiaca, el punto de vista en primera persona escondía y a la vez desvelaba la identidad del criminal en la última página.

De tal modo que no estamos ante una autora que repitiera sus recursos y se contentara con explotar sus propios hallazgos técnicos, sino que siempre trataría de dar una vuelta de tuerca a sus argumentos, y tal vez esa variedad en busca de asombrar al lector justifique el hecho de que sus tramas continúen estando de actualidad, ya sea por medio de adaptaciones teatrales –«La ratonera» (1952) aún mantiene el récord de más tiempo en cartel–, por la reedición de sus obras, o por un libro como “Los crímenes del monograma”, de su aventajada alumna Hannah. Ésta toma la guía de su maestra y presenta un enorme caudal de enigmas en cada capítulo en torno a los cuales se van incorporando más y más personajes, todos inocentes, todos sospechosos, hasta que, mediante un ritmo frenético de disquisiciones que engancha al lector de principio a fin, aparecen el o los culpables, sorprendentes siempre.

Es sin duda un entretenimiento maravilloso que, no obstante, a algunos lectores de reconocido prestigio llegaba a desquiciar. Porque si bien este gusto por el género detectivesco recibió el aplauso de grandes literatos como Faulkner, Yeats o T. S. Eliot, muchos fueron también los que se preguntaron «¿Por qué la gente lee novelas policíacas?» (1944), como reza un ensayo de Edmund Wilson. El crítico estadounidense reconocía haber leído una novela de Christie ambientada en Egipto que lo tuvo atrapado hasta el final, aunque la acabaría desdeñando hasta el punto no querer abrir ninguna otra narración suya. «Uno no puede leer semejante libro, uno lo recorre para ver el problema solucionado». En efecto, es así, pero vivir el misterio, y llegar hasta su solución, bien merecen la pena.

Publicado en LaRazón, 10-IX-2014