En el verano de 1982, una
escritora que estaba preparando una biografía que se iba a titular “Dorothy
Parker, ¿qué nuevo infierno será éste?”, Marion Meade,
remitía una carta a Saul Bellow para preguntarle sus impresiones de esa autora
que había sido el paradigma del glamour femenino del Manhattan de las
publicaciones de relatos y moda y que organizaba encuentros con escritores,
casi todos alcohólicamente autodestructivos, en el hotel Algonquin. En
respuesta, Bellow dijo de la escritora, con la que había coincidido en un
simposio de la revista “Esquire”, que había sido la participante más
silenciosa: «Cuando nos conocimos, la Srta. Parker estaba lejos de ser joven y
tenía aspecto deprimido cuando no parecía, bruscamente, desconsolada. No
recuerdo que tuviéramos una conversación personal aunque la vi en varias
ocasiones. A veces nos invitaba Lillian Hellman a tomar el té, y Lillian y
Dashiell Hammett eran los que más hablaban. Yo hablaba poco porque esas grandes
figuras eran mis mayores y la Srta. Parker hablaba poco porque estaba
claramente abatida».
He aquí la imagen de toda una generación de escritores
americanos que se balancearon entre el blanco y negro de la bebida y el color
del compromiso y el liderazgo. Parker era la cara lánguida de una época que
acabó en cierta manera con ella –la de sus colegas Edmund Wilson, Scott
Fitzgerald y Ring Lardner, bebedores hasta la muerte–, y su gran amiga, Lillian
Hellman, que en 1967 se ocuparía de la cremación de sus restos una vez
convertida oficialmente en su albacea, era la luchadora social, la denunciadora
de los abusos políticos, la que se enfrentó sin miedo al Comité de Actividades
Antiamericanas –también lo haría Parker, pero como si aquello no fuera con
ella– aunque tal cosa le supusiera ser incluida en la lista negra de guionistas
no contratables. En otras palabras, la mujer que glosa Ángeles González Sinde
en un prólogo que depara un curioso detalle personal: cómo su padre, también
hombre de izquierdas y del ámbito del cine, tuvo la ilusión de entrevistarla en
1984, en su casa de Martha’s Vineyard, poco antes ella de morir; por tanto,
veintitrés años después de que lo hiciera su pareja durante más de tres
décadas, Dashiell Hammett, que padeció seis meses de cárcel,
en 1951, por no atestiguar en el Congreso de Derechos Civiles contra cuatro
comunistas acusados de conspiración gubernamental.
Esta andadura de enfrentamiento con el poder establecido,
defensa de la propia dignidad y solidaridad definen la obra y la vida de
Hellman, como se puede apreciar en estos dos libros que se reúnen ahora por vez
primera: “Mujer inacabada” y “Pentimento” (término que remite al argot de los
pintores). González Sinde recuerda que aún escribiría “Tiempo de canallas”, un
tercer tomo de memorias “no incluido en este volumen, pues versa exclusivamente
sobre la persecución política a la que ella y Hammett, junto a muchos otros,
fueron sometidos en los años cincuenta”. El primero de “Una mujer con
atributos” –entendemos que título ideado por la editorial, en un guiño hacia
“El hombre sin atributos” de Robert Musil–, precisamente, tiene dos capítulos
íntegros dedicados a Parker y a Hammett, sin duda lo mejor del libro junto con
su crónica de su visita a España en 1938 y su trato con Hemingway, y el segundo
–un conjunto de recuerdos de personas cercanas en el que no falta por supuesto
el autor de “El halcón maltés”– daría pie a la película “Julia” (1977), con
Jane Fonda en el papel de Hellman y Vanesa Redgrave en el de su amiga Julia,
implicada en actividades antinazis en la Segunda Guerra Mundial.
El carácter rebelde y la tendencia al tedio que la
caracterizan ya se notan en los pasajes donde aborda su infancia en Nueva
Orleans y su juventud y estudios en Nueva York. En la Gran Manzana se casa,
cuenta, con un agente de prensa teatral al que contratan en Hollywood, pero
allí “la apatía había tocado fondo. Me pasaba la mayor parte del día leyendo en
un sillón de cuero y por las noches aprendía a beber más de la cuenta”. Con
veinticinco años y sintiéndose sola, consigue hacerse un hueco en el mundo del
cine, firma dos guiones, estrena dos obras de teatro, y ya separada de su
marido, viaja a Europa: Valencia, Madrid, Barcelona, París, Moscú, Viena… De
todos estos sitios siempre hay una peripecia de riesgo e idealismo, y en las
memorias palpitan de vida gracias a la aportación de los diarios escritos “in
situ”, o a diversas cartas, de tinte muy conmovedor.
Las borracheras de unos u otros, la despreocupación por
el dinero, la relación intermitente con Hammett, los éxitos y los fracasos de
sus obras teatrales, su pasión por el agua, su círculo de amistades y su
extraño trato con la asistentas que trabajaron para ella recorren este libro,
en verdad fenomenal cuando emerge en él “el hombre delgado” cuyo paso por
prisión agravó el enfisema que había contraído justo al licenciarse del
ejército. Las páginas dedicadas a un “Dash”, como lo llama, cada vez más
enfermo, son impagables: bondadoso y generoso hasta el extremo, sereno e
irónico, independiente y sabio en mil materias prácticas, Hammett, el ex
detective que se puso a escribir novelas, el tipo duro, en realidad culto y
delicado, tuvo en la autobiografía de su pareja un gran homenaje que uno no
puede leer sin emocionarse.
Publicado en La Razón, 25-IX-2014