viernes, 17 de octubre de 2014

Chaplin habla de Charlot

En la novela de Paul Auster “El libro de las ilusiones” (2002), un hombre que ha perdido a su mujer e hijos en un accidente de avión se sorprende un día frente al televisor, viendo un documental sobre cómicos del cine mudo: Chaplin, Keaton, Lloyd… y otro que va a despertarle su primera risa seis meses después de la tragedia, de estar bebiendo sin parar en casa. La curiosidad de investigar algo sobre el actor le salvará la vida, pues le dará una excusa para reincorporarse a la sociedad. En cierta manera, el objetivo del cómico sería ese: sacar del espectador un impulso alegre, la sensación de que vivir significa estar feliz. Charles Chaplin (Gran Bretaña, 1889-Suiza, 1977), que protagoniza tres libros este inicio de octubre, hizo felices a millones de personas, y no pudo moverse en todo el planeta sin ser el centro de las miradas, preguntas y flashes; las cien cartas que recibía a diario de admiradoras con sólo veintipocos años, que eran contestadas y archivadas por una secretaria contratada para ese fin, es un ejemplo muy gráfico de tal cosa.

La “Autobiografía” (editorial Lumen, traducción de Julio Gómez de la Serna) de Chaplin, publicada en 1964, aparecida en España en 1989 y que se pone a la venta con el añadido de un nuevo cuadernillo de fotografías, es un modo perfecto de conocer una trayectoria única en la historia del cine: la de un hijo de gente del teatro londinense, que sufrirá la miseria extrema y tendrá que ingresar en un orfanato, que entrará en el espectáculo del vodevil de casualidad por Europa y, tras una gira por Estados Unidos, encontrará el éxito muy pronto, lo que le llevará a ser multimillonario. Y además, con el mérito de integrarse en la industria escribiendo, dirigiendo y protagonizando sus propias obras, relacionándose con lo más granado de la cultura y política en ambos lados del océano, viendo cómo el mundo entero lo había convertido en un ídolo: “A pesar de que yo sabía la magnitud de mi éxito en Los Ángeles por las largas colas ante las taquillas, no era consciente del que estaba obteniendo en otras partes. En Nueva York se vendían juguetes y estatuillas de mi personaje en todos los almacenes y las tiendas”, dice en sus memorias, en las que parece ser el primero en sorprenderse de lo que conlleva ser quien es: “Nos abrumaban con toda clase de proposiciones de negocios relacionados con libros, vestidos, velas, juguetes, cigarrillos y pasta dentífrica”.

Y es que Chaplin pasó a ser sinónimo de ganancia económica para quien quería invertir en su imagen, y en sinónimo de       glamour para aquellos poderosos que quisieron conocerlo: presidentes, reyes, intelectuales y científicos de talla mundial. Leer sus recuerdos es pasearse por los salones más afamados, escuchar a los personajes más influyentes de su época. Una prueba magnífica de esto es “Un comediante descubre el mundo” (editorial Confluencias; traducción de José Jesús Fornieles), de cuya edición se ha encargado Lisa Stein Haven, autora de una biografía del hermano de Charlot, Sydney Chaplin –que triunfó también en el mundo del cine en los años veinte– y profesora en la Ohio University, donde desarrolla una original manera de tomar el legado del cómico, enseñando algunos de sus métodos interpretativos para conocer mejor los escritores del modernismo inglés del primer tercio de siglo XX e incluso la Generación Beat.

Haven, en la introducción, pone el foco en seguida en la dimensión popular del cine de Chaplin y parte del hecho de que “El chico” y “Luces de la ciudad” eran «apuestas arriesgadas, tentativas en la carrera de Chaplin en las que se jugó su desaparición profesional. Estas películas necesitaban una promoción potente. Y fue en cada uno de estos momentos en los que la narración de sus viajes vino en su rescate, pues cada viaje da lugar a un libro “promocional”». El resultado fue “Mis andanzas por Europa” (1922) y “Un comediante descubre el mundo” (1933-34), que se publicaría por capítulos durante cinco números en una revista femenina”. Chaplin, ciertamente, siempre estaba muy nervioso ante la recepción de su siguiente película, como dice en su libro viajero: “Todas las noches de estreno son terroríficas. Siempre siento que la película va a ser un fracaso y que nunca debí hacerla. El público espera el comienzo excitado y entusiasmado. Ojalá pudiera mantener ese entusiasmo hasta el final de la proyección, pues siempre tengo el temor de defraudarlo. Sin embargo, debo pasar la prueba y aceptar lo que los dioses me tienen reservado. Cuando llega la primera risa es como música para mis ansiosos oídos”.

De estreno en estreno, pues, Chaplin cuenta cómo llega a su querido Londres, donde le recibe “una enorme multitud en la estación” que la policía intenta contener. Cenará con Lady Astor, la primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los Comunes del Parlamento Británico, G. B. Shaw y “mi amigo el Muy Honorable Winston Churchill”, al que admira sobremanera: “Además de ser un hombre de Estado, es un magnífico escritor y un pintor excelente”. Porque Chaplin, cultísimo, lector de poesía inglesa, amante de la “Anatomía de la melancolía” de Robert Burton y hombre de inquietudes macroeconómicas y políticas, disfruta dejándose agasajar por aquellos que tienen el mando del mundo. Más tarde, en la Alemania prenazi, asistirá a la Ópera y discutirá sobre la crisis que asola al país; incluso el príncipe Enrique de Prusia, sobrino del káiser, le atiende en su palacio, y se cita también con Albert Einsten, ya amigos y vecinos en Los Ángeles.

El delicioso relato de Chaplin muestra a un hombre que disfruta conversando hasta la madrugada y exponiendo sus fórmulas para acabar con la depresión económica: «“Tres cosas”, afirmé: “reducir las horas de trabajo, imprimir más dinero y controlar los precios». Sin complejos, habla con quien quiera compartir tiempo con él: el duque de Westminster, que le invita en Normandía a cazar osos salvajes, el príncipe de Mónaco o escritores como H. G. Wells y Paul Morand. Después acude a una corrida de toros en San Sebastián, cena con el rey de Serbia y conversa con Gandhi sobre el progreso tecnológico, antes de embarcarse hacia Ceilán, Singapur y Bali, países en los que se maravilla de la gente, siempre risueña. Y acabará su peregrinaje en Japón, viendo una lucha de sumo, yendo al teatro Kabuki-za y asistiendo a una ceremonia del té.

Este conversador nato, sin embargo, evitaba las entrevistas. En “Conversaciones con Charles Chaplin” (Confluencias) se reúnen once, de 1915 a 1967, presentadas por Kevin J. Hayes, de la University of Central Oklahoma. En ellas, se capta bien el alma de alguien que afirmaba que “la naturalidad es el requisito más importante de la comedia. Debe ser tan real y verdadera como la vida”. El realismo es su fuente para convertir lo patético en belleza, de forma que asegura a los periodistas varias veces que siempre quiso ser un actor trágico, que cuando se maquilla se le saltan las lágrimas y llora de camino al escenario. Una desazón que le invadía de repente haciendo válido el tópico del payaso triste, capaz de considerar el arte “para, entre otras cosas, ser comprendido. Es más, si intentas que el público lo comprenda, no a través de sus cabezas, sino de sus sentimientos, entonces le proporcionará verdadero entretenimiento. Y eso es lo que quieren”. 

Publicado en La Razón, 13-X-2014