El 25 de noviembre de 1970, en
Tokio, Yukio Mishima entra en el despacho del jefe del Estado mayor del
ejército, tras reducir a los guardias con cuatro hombres del comando de extrema
derecha que ha fundado. Acto seguido, sale al balcón para proclamar sus quejas
en público –la desmilitarización de Japón y la pérdida de sus valores
tradicionales– y, de vuelta adentro, se deja el torso desnudo, se asienta sobre
los talones, grita tres veces «¡Larga vida al emperador!» y se clava una daga. Un
compañero le da el golpe de gracia, aunque no logra decapitarlo hasta la
tercera vez, y es otro quien descabeza a ambos. En su escritorio se encontrará
una última nota: «La vida humana es breve, pero yo quisiera vivir siempre».
Ese harakiri impide el envejecimiento de un hombre cuya “ilusión de conseguir un cuerpo perfecto es el reverso de su deseo de alcanzar una muerte perfecta”, dice el escritor y senador nacionalista Shintaro Ishihara en este libro original de 1991. Traducido por Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, constituye un documento excepcional del que fuera amigo de Mishima desde muy joven; un acercamiento rotundo y vívido, de fraternal crítica, al narcisismo desmesurado de aquel que se consagró al culturismo, quiso ser boxeador y practicante de artes marciales, e incluso actor, sin tener buenas condiciones para nada de ello. Semejante psique es de interés continuo, como demostraron Marguerite Yourcenar en “Mishima o la visión de la vida” (1981) y Juan Antonio Vallejo-Nájera en “Mishima o el placer de morir” (1995), y en este caso, Ishihara aporta al análisis psicológico un anecdotario memorable.
Publicado en La Razón, 6-XI-2014