martes, 16 de diciembre de 2014

Entrevista capotiana a Trinidad Gan

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Trinidad Gan.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Un cuarto onírico del que hacer mi habitación propia. Paredes blancas sin adornos, libros apilados, té, comida sencilla y tres balcones con vistas: uno a las callejas del barrio del Realejo de Granada, otro sobre el parque de San Pedro de Alcántara en Lisboa y el último, abierto a las orillas de algún mar.
¿Prefiere los animales a la gente?
Siempre a la gente, salvo que su vertiente animal las arrastre a la crueldad o la violencia.
¿Es usted cruel?
Creo tener ese lado salvaje de mi adn lo bastante domado para no herir a sabiendas a otros ni derrotarme a mí misma.
¿Tiene muchos amigos?
Por suerte los suficientes para acompañar mis sucesivas soledades y muchos de ellos, gran suerte también, constantes en el tiempo, incluso en la distancia geográfica.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La franqueza, aunque me desvele y duela, la complicidad en sueños y utopías, el saber compartir la alegría y darme ese calor justo que necesito a veces.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
La amistad nunca es asunto de trueque, por ello veo difícil que un amigo verdadero me dé moneda falsa, mal cambiada, me decepcione; decepción supone desilusión en lo esperado. Yo solo aguardo la fortuna de que el amigo esté ahí, esa compañía.
¿Es usted una persona sincera? 
Lo intento siempre, pero no olvido que la trasparencia total es imposible, mucho más sobre la página escrita. De cualquier modo, si atendemos a la antigua definición de “persona”, son muchas las máscaras que el tiempo me ha hecho enredar entre los dedos (yo las conozco y lo malo es que las uso, no ante los otros sino en la mirada hacia dentro).
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
En escribir, sobre todo. En caminar mi ciudad, soñar con próximos viajes, hablar, reír con los amigos, estar sin más con los que amo (mi hija, mi familia y esa otra hermandad que me espera siempre en los libros). 
¿Qué le da más miedo?
La enfermedad de mis seres cercanos y, en mí misma, las picaduras de avispa (un tema de alergia), el zarpazo de una ceguera inesperada o la pérdida de la memoria.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Más bien me indignan muchas cosas de las que veo hoy mismo a mi alrededor, como el encumbramiento de la ignorancia y la usura o el modo en que esta sociedad injusta ha llegado a encharcar la vida de tantos de pobreza, rabia y desesperanza.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Parece que no me alejo mucho del círculo creativo: de niña siempre quise ser bibliotecaria y, ahora, si pienso en otro oficio que me agrade, siempre se trata de algo que pueda hacer con mis manos, alguna tarea de artesano como trabajar la madera para construir muebles o la jardinería para levantar selvas urbanas.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Pasado mi tiempo en el teatro (donde había mucho de entrenamiento corporal y acrobacia), me he quedado solo con algunas sesiones de baile frenético, a veces domiciliario y otras, en nocturna y tabernaria compaña.
¿Sabe cocinar?
Rara vez para otros, he perdido el hábito y no me atrevería. Eso sí, tengo buena mano para las ensaladas, los gazpachos y cremas, los bocadillos más insólitos y hago un buen té.   
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Me temo que aprovecharía para conversar a fondo con alguno de mis mejores amigos literarios: Baudelarie, Pavese, Pessoa o Cernuda.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Vida. Así, sin calificativo alguno.
¿Y la más peligrosa?
Cualquiera de ellas si está manchada de codicia, crueldad, odio o indiferencia hacia los otros.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No, nunca. Pero si he querido que alguno desapareciera con un simple chasquido de mis dedos (ignoro a qué submundo o infierno los enviaba) y también que alguien no pudiera volver a reflejarse en ninguno de mis espejos.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Las que más me acerquen al débil, al ignorado, a la vida real a pie de calle de la gente, por tanto, las que contesten a la avaricia de los mercados, el abuso de poder y la deshumanización.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Siempre tuve el sueño de ser dibujante o fotógrafo (atrapar lo que miro con trazos, color, luces) o también tener talento para la música, ser capaz de interpretarla con un piano o un violonchelo, por ejemplo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El chocolate negro, las buenas series americanas o inglesas, el dejarlo todo para última hora.
¿Y sus virtudes?
Aunque a menudo pienso que bordean los límites del vicio, la terquedad que pongo en sobrevivir, la lealtad  y una imaginación más que desbocada.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Las manos, tendidas hacia mí, de mi padre. La sonrisa de mi hija. Y, puestos a desear en ese trance, la madera de un barco (guiado por cualquiera de las antiguas versiones de mí misma) que viniera a rescatarme.

T. M.