domingo, 21 de diciembre de 2014

Pequeño, peludo, suave


El peso de la historia literaria, el paso del tiempo, cien años ya desde su primera edición, han tratado a “Platero y yo” con la misma delicadeza y atención con la que el propio Juan Ramón Jiménez trató al burrito que le hacía compañía en su natal Moguer. Burrito real que inspiró el de ese libro de prosas poéticas en la finca de la familia, Fuente Piña, y que recibía un nombre que, por muy especial y único que nos parezca ahora al tener en mente al personaje de tinta, en realidad era “la denominación que damos en Andalucía a los burros de pelo gris”, según las palabras del escritor en una entrevista de 1948, publicada en una revista de Buenos Aires. “Y mi Platero era así, un dócil burro de pelo gris, que yo prefería para mis andanzas”, antes que a su caballo “Almirante”, por su “porte más sosegado”.

El inicio del libro es uno de esos arranques que están grabados en oro en el mundo de las letras: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.” Así, con la presencia del dulce animal, hablando con él, compartiendo penas y alegrías, Juan Ramón fue escribiendo pequeñas estampas de su pueblo en las que se recrea con delicioso lenguaje la vida de las gentes humildes, la naturaleza circundante, las injusticias, la muerte, la belleza, la bondad…; las terminó en 1907, pero “Platero y yo” aparecería en 1914, un año después de establecerse el poeta en Madrid. Al poco moriría Platero.

Tradicionalmente, se ha asociado el libro a la literatura infantil –este año de su centenario han aparecido varios volúmenes ilustrados– porque el editor, en su momento, seleccionó 63 capítulos de los 138 que componen la edición completa, que aparecería en 1917, para una “biblioteca juvenil”. Pero Juan Ramón jamás concibió esas páginas expresamente para los más pequeños, si bien le hizo feliz que niños de España y América Latina las tuvieran en tan grande estima (entre ediciones legales y clandestinas, a mediados del siglo XX se habrían vendido un millón de ejemplares). En la última foto que se le haría en vida, en 1958, se ve a unos niños puertorriqueños regalándole un Platero grande de alambre y paja; el poeta, en silla de ruedas, le coge el morro, atendiéndolo con delicadeza. Como si siguiera hablándole de Moguer.
Publicado en La Razón, 21-XII-2014,
a propósito de la noticia «La penitencia de Platero»,
sobre un asno que murió en un Belén viviente de Córdoba