miércoles, 28 de enero de 2015

Las nínfulas literarias


Simplificando la relación que pudo haber tenido Charles Lutwidge Dodgson, diácono y profesor de matemáticas de Oxford y aficionado a la fotografía –tecnología para él contemporánea; él nació en 1832 y ella en 1839–, con las niñas a las que solía retratar y que le inspirarían los poemas y relatos que firmaría con el seudónimo de Lewis Carroll, podría decirse que fue un paidófilo (o pedófilo), es decir, sintió una “atracción erótica o sexual hacia niños o adolescentes”, y no un pederasta, pues ojalá no hubiera abusado sexualmente de ninguna niña (ateniéndonos a las definiciones del Diccionario de la Real Academia). Su preferida, como es sabido, fue Alice Liddell, hija del decano de Christ Church, donde vivió Carroll, que para el escritor fue la quintaesencia del ideal victoriano de la niñez, pues la infancia era sinónimo de pureza y perfección, y la adultez, de pecado, al menos entre las clases altas.

En pos de esa pureza Carroll llegó a establecer planes para captar a las niñas que le interesaban y fotografiar a algunas desnudas (en contraste, decía detestar a los niños varones). El poeta de repente se metamorfoseaba en el Zeus o Júpiter que, en los mitos grecolatinos, ponían el ojo en una hermosa ninfa para obedecer a su instinto, dando lugar al tópico literario del rapto, del que hay representaciones pictóricas y literarias a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento. De Alice le separaban veinte años, y no hay que descartar tampoco que aquellas fotografías revelaran un hondo enamoramiento, como ha expuesto más de un estudioso. En todo caso, algo turbio tuvo que pasar probablemente, porque en 1868, tres años después de publicarse «Alicia en el país de las maravillas», los padres de la niña la obligaron a destruir las cartas que había recibido de su fotógrafo y admirador.

La fascinación erótica hacia menores sería un tabú literario hasta que la «Lolita» (1955) de Nabokov –se acusó a la novela de insinuar actitudes pornográficas, lascivas y, por supuesto, pederastas– vino a darle un lugar y hasta una terminología ya desde el primer renglón: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta». Lolita era también Dolly, y también Dolores, tres nombres para una criatura de metro cuarenta y ocho de estatura y 12 años; un objeto de deseo que pasó a denominarse «nínfula» por parte del protagonista narrador, el cuarentón Humbert Humbert, que confesaba haber matado al novio de la que iba a ser su futura hijastra. ¿Pero novio a esa edad?

Bien, la Julieta de Shakespeare, paradigma del amor trágico junto a su Romeo, sólo tenía 14 años cuando se le clavó la flecha de Cupido. La lolita de “Lolita”, por su parte, carece de ese romanticismo, ya que es una «pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert», como dijo el autor ruso en una entrevista televisiva; la diferencia de edad entre ellos crearía un abismo irresoluble, y he aquí el meollo de la cuestión: «Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa», insiste Nabokov. De hecho, en la novela no había nada de carácter pornográfico, ni siquiera erótico, pero el perfil del protagonista despertaría el miedo de muchos editores, que en primera instancia no quisieron publicar el libro.

¿Dónde poner la frontera entre el abuso y el amor sincero a una niña-mujer? Nuestro Antonio Machado conoció a su adorada Leonor en 1907, cuando ella contaba 13 años, y tuvo tan claro que era el amor de su vida que no le importó esperar a que llegara a la mayoría de edad, con 15, para poderse casar con ella en Soria, él con 34. En su caso, sería un amor transido de dolor, pues la joven moriría al cabo de cinco años; como para recordarle al poeta que la pureza de su joven pareja ya era inmortal, al igual que en las fotografías de Lewis Carroll.

Publicado en La Razón, 27-I-2015, a propósito de la noticia