domingo, 8 de marzo de 2015

Kim Philby, el espía inglés que servía al Kremlin

En 1966, Graham Greene decide dejar su país y a la vez cortar su relación con los Servicios Secretos ingleses, más conocidos como MI6, al descubrir que el jefe de la organización era un agente doble en Moscú. El narrador, que se dedicaba también a labores de espionaje, aunque más en relación con asuntos de papeleo que con asuntos peligrosos desde que en 1941 le fuera ofrecido un empleo por su experiencia en algunas colonias de África, dimitió de su puesto sin confesar a sus superiores tamaña traición. Este tipo de identidades secretas le inspiraría a la hora de crear, por ejemplo, el protagonista de «El tercer hombre», pues Greene repetía no tener imaginación y basarse, para sus personajes, en la gente de su entorno. Y ciertamente era así, pues aquel traidor, un «amigo» según el propio Greene pese a todo, tenía nombre y apellido, Kim Philby; hoy, también tiene un libro dedicado a él integramente por el mayor experto en temas de espías de la actualidad, Ben Macintyre.

Este género de ensayo o biografías en torno a asuntos del espionaje a lo largo del siglo XX está de continua actualidad editorial. Hace poco Ronald Weber, en «La ruta de Lisboa. Una ciudad franca en la Europa nazi», hacía que se asomara por sus páginas, en el casino de Estoril de 1941, el propio Greene y Joan Pujol, que engañaría a la organización de inteligencia militar alemana prestando sus servicios como un nazi más ─confundió a Hitler acerca del sitio donde iban a entrar las tropas americanas en Europa, lo que acabaría siendo el desembarco de Normandía─ y cuyo nombre en clave, para los británicos, sería Garbo, por sus dotes actorales. Greene estaba reuniendo material para sus novelas de espionaje, como «Nuestro hombre en La Habana», basada en la vida de Pujol, al que Stephan Talty consagró una entretenida biografía, «Garbo, el espía», en la que al mismo tiempo salía otro novelista entre las mesas de juego de aquel casino, Ian Fleming, ocupado en planificar la operación Golden Eye para la inteligencia naval británica, lo cual le acabaría inspirando la primera novela de James Bond.

Todas estas vidas cruzadas coinciden en todos los libros sobre espionaje. Y «Un espía entre amigos» no es una excepción. Macintyre ya había dedicado un estudio al autor del agente 007, «For Your Eyes Only: Ian Fleming and James Bond» (2008), y en este volumen surge también porque en cierto sentido, como trasfondo y paisaje humano, el protagonista es lo «british»: «El MI6 tenía fama de ser la agencia de inteligencia más temible del mundo, pero en 1940 atravesaba un proceso de cambio y rápida reorganización ante las presiones de la guerra. Philby parecía aportar un nuevo aire de profesionalidad al trabajo. Era claramente ambicioso, pero, tal y como exigían los modales ingleses, ocultaba sus aspiraciones tras una “apariencia de sofisticación afable y distante”». Precisamente, Ignacio Peyró, en su reciente «Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa», dedica una entrada a «Espías» y a ese «mundo inmejorable para la mezcla de realidad y ficción», y cita, aparte de a Greene, a John Le Carré, que aporta en el libro de Macintyre un epílogo en el que explica su vinculación con Philby y con el compañero de éste, Nicholas Elliot, el otro gran personaje de «Un espía entre amigos» y que el narrador de superventas define como «el espía más encantador, ingenioso, elegante, cortés y compulsivamente divertido que haya conocido».

Elliot escucharía a Philby, un día de 1963 en Beirut, la confesión de que «trabajaba de encubierto para Moscú». Así comienza el libro, que sigue a cada uno de ellos desde su cuna acomodada y estudios en Eton (tienen en común padres severos y poderosos) a sus acciones durante la guerra: a Philby en la Guerra Civil Española, de la que informó en el bando nacional y estuvo a punto de morir (fue condecorado por Franco); a Elliot cuando se le encarga «atacar a la inteligencia alemana en los Países Bajos». No son pocas las veces que la peripecia de ambos «parece sacada de una película de James Bond». Porque no hay nada más peliculero que el agente de vida doble, de moral doble; en el caso de Philby, un británico convencional con idealismo comunista, un oficial del NKVD, la agencia de inteligencia de Stalin, que estropeó cada operación de espionaje que el Reino Unido y Estados Unidos (desde la CIA) intentaban urdir, pues todos los secretos le eran revelados al KGB. Macintyre, increíblemente bien informado, desgrana cada movimiento, cada traición de un Philby que obedecía a rajatabla a sus superiores soviéticos pese a que tal situación le deparase un pánico atroz ante la posibilidad de lo que descubrieran. Si ocurría tal cosa, «era hombre muerto».

Paradójicamente, Philby se pondría «al frente de las operaciones de inteligencia antisoviéticas de Gran Bretaña, una posición ideal para informar a Moscú», cual zorro vigilando un corral de gallinas. Ni siquiera se lo dijo a su esposa, que ocultaba a su vez un trastorno mental que la empujaba a autolesionarse. Al fin, Philby acabaría viviendo en su querida Moscú, alcoholizándose y sufriendo insomnio crónico, sin recibir la atención y los honores que hubiera deseado: «En Gran Bretaña, Philby había sido demasiado británico como para dudar de él; en Rusia, era demasiado británico como para inspirar confianza», concluye Macintyre. Los honores anhelados llegarían tarde, de modo póstumo, en 1988, por parte del Kremlin, y aun así, como si la traición a todo un país no fuera suficientemente grave, Elliot, para quien Philby sería «su mejor amigo y peor enemigo», nunca despotricaría de él. Como si la amistad entre espías guardara una fortaleza a prueba de la bomba más traicionera. 

Publicado en La Razón, 5-III-2015