En Gabriele d’Annunzio, la Obra es la Vida, la Vida se hace Obra. Amor y
desamor, enamoramiento e infidelidad, dolor romántico y anhelo sexual se
mezclan en una conducta siempre propensa a literaturizar el fatalismo conyugal
y el sensualismo hiperbólico, como si experimentar todos los recovecos de la
pasión de amar fuera obligada tarea del poeta. De modo que vivir teatralmente
en el fulgor sicalíptico alimentará la creación literaria, y nada mejor para
apreciar semejante vínculo entre intimidad y exhibición narrativa que este descomunal
libro, una auténtica novela amorosa, una más, de un D’Annunzio que dedicó casi
mil cien cartas, entre 1889 y 1892, a Elvira Natalia Leoni, o como la llamaba
el escritor de Pescara, Barbara o Barbarella. Son los años de un D’Annunzio que
debuta con “El placer” (1890), sobre un conde y sus amoríos con dos mujeres, y
publica también “El inocente” (1892), relato de un adulterio por parte de un
aristócrata que no puede resistirse a humillar y mentir a su hermosa esposa
aunque lo pague al final con unos celos letales.
Cuando se conocen en Roma, él tiene veinticuatro años y ya dos hijos de
un matrimonio infeliz, y ella es una joven con notable educación musical que
padece a un marido violento e infiel. Lo explica Amelia Pérez de Villar en una
introducción en la que no duda en calificar a Leoni de “musa del poeta” y en
señalar que será “determinante en la construcción del hombre, del literato y
del mito”. Porque eso mismo era D’Annunzio, como tuvo la ocasión de
comprobar Josep Pla en los años veinte durante sus viajes a Italia: “D’Annunzio
era una especie de personaje mítico, un ídolo fabuloso del país”, aseguró, pero
“excesivamente esnob, refinado, insoportablemente señorial”. Adjetivos que
cobran toda su dimensión al mirar las fotografías del escritor, al leer sus
publicaciones, al asomarse a este torrencial de cartas en que el lirismo con el
que se comunicaba con su amante parece a menudo más una escritura onanista, para
explorar lo que ese amor significaba a efectos verbales, que meras cartas de
cariño, ternura o añoranza directas.
Como en el caso de las dos novelas antes citadas, la relación entre
D’Annunzio y Barbara trascenderá lo privado e inspirará páginas narrativas. El
resultado será muy marcadamente “Triunfo de la muerte” (1894), historia que
acaba cuando rompe con Leoni e inicia su relación con la famosa actriz Eleonora
Duse –muy tormentosa, como siempre, que a su vez se reflejaría en la obra “El
fuego” (1900)–. Así, Pérez de Villar muestra cómo ciertos episodios personales
que conoceremos por medio de este epistolario entre los amantes tienen eco en
ese relato de título mortuorio protagonizado por una pareja y en el que el
deseo obsesivo por poseer al ser amado se vuelve autodestrucción y crueldad; un
texto escrito con gran retórica y ampulosidad en los diálogos, con solemnes
pensamientos y álgidos sufrimientos del alma, y que rebosa sensualidad y morbidez
continuamente. Un estilo decadentista que en su momento despertó la admiración
de múltiples estetas y que hoy puede sonar tan refinadamente encantador como
alambicadamente recargado.
“Adiós, bella mía, mi buena y dulce señora. Te beso la boca, temblando”,
se despide en una de las primeras cartas. D’Annunzio está turbado, siente nudos
en la garganta, siempre está triste, nostálgico, impaciente, cuando no
“desesperado e inquieto”. Es la verbalización de cómo un espíritu hipersensible
e individualista sufre un afán de posesión por el cuerpo deseado que lo
trastorna y le coloca en la insatisfacción permanente: “Mi dolor es tan grande
que desde ayer vivo casi en la inconsciencia hacia todas las cosas de la vida,
encerrado en mí mismo y con el pensamiento y el deseo profundo e incesante de
tu amor”, empieza en otra ocasión. El poeta espera cartas que no llegan, se
estremece cuando no sabe nada de su amante, siente que se desmaya, teme
enloquecer, sufre angustia, un “trágico abatimiento”, soledad, sofocamiento,
hasta “sollozar como una criatura indefensa”.
La agonía de
vivir
Todo este catálogo de emociones físicas del enamorado se prolonga en mil
páginas que enseñan otras tantas maneras de expresar el deseo ardiente y el
desasosiego de la separación y la distancia. De modo irremisible, la relación
se enfría y para el poeta llega la agonía al ver que los mensajes recibidos ya
tienen el aroma de una despedida por parte de Barbarella en 1891, año del
divorcio de D’Annunzio, aunque más tarde –pues también se reproducen varias
cartas de ella– le diga sin ambages: “Yo sigo siendo la amante de hace tres
años” (agosto de 1892). Pero por qué D’Annunzio llamará a Leoni “alma
desenamorada e ingrata”, un día, para el siguiente decirle: “Te beso los ojos.
Te amo, siempre”. El caso es que el poeta no cesará de lamentar ciertas
privaciones, que no acaba de concretar, que lo llevan a “un desgarro innoble”,
a sentirse que su vida es puro desorden, que está “ahogado por tantas
dificultades” y que lo vuelven pesimista y abocado a malograr todo lo que hace.
En una de las últimas misivas, presumirá de haber sido el que ha sufrido
más en el mundo y que pesa sobre él una “oscura maldición”. En resumidas
cuentas, es un individuo sufriente hasta el paroxismo pero que, en realidad,
solapaba amores: engaña a una mientras ya ama –ya desea, sufriendo, poseer– a
otra, en un bucle interminable de pasión y congoja en el que tal vez el propio
escritor buscó una infelicidad perfecta que enmarcar en la novela de su vida,
echando a perder la que, según la traductora, fue la amante con más “talla
humana” que habría en su vida.
Publicado
en La Razón, 15-X-2015