viernes, 16 de octubre de 2015

Besos epistolares

En Gabriele d’Annunzio, la Obra es la Vida, la Vida se hace Obra. Amor y desamor, enamoramiento e infidelidad, dolor romántico y anhelo sexual se mezclan en una conducta siempre propensa a literaturizar el fatalismo conyugal y el sensualismo hiperbólico, como si experimentar todos los recovecos de la pasión de amar fuera obligada tarea del poeta. De modo que vivir teatralmente en el fulgor sicalíptico alimentará la creación literaria, y nada mejor para apreciar semejante vínculo entre intimidad y exhibición narrativa que este descomunal libro, una auténtica novela amorosa, una más, de un D’Annunzio que dedicó casi mil cien cartas, entre 1889 y 1892, a Elvira Natalia Leoni, o como la llamaba el escritor de Pescara, Barbara o Barbarella. Son los años de un D’Annunzio que debuta con “El placer” (1890), sobre un conde y sus amoríos con dos mujeres, y publica también “El inocente” (1892), relato de un adulterio por parte de un aristócrata que no puede resistirse a humillar y mentir a su hermosa esposa aunque lo pague al final con unos celos letales.

Cuando se conocen en Roma, él tiene veinticuatro años y ya dos hijos de un matrimonio infeliz, y ella es una joven con notable educación musical que padece a un marido violento e infiel. Lo explica Amelia Pérez de Villar en una introducción en la que no duda en calificar a Leoni de “musa del poeta” y en señalar que será “determinante en la construcción del hombre, del literato y del mito”. Porque eso mismo era D’Annunzio, como tuvo la ocasión de comprobar Josep Pla en los años veinte durante sus viajes a Italia: “D’Annunzio era una especie de personaje mítico, un ídolo fabuloso del país”, aseguró, pero “excesivamente esnob, refinado, insoportablemente señorial”. Adjetivos que cobran toda su dimensión al mirar las fotografías del escritor, al leer sus publicaciones, al asomarse a este torrencial de cartas en que el lirismo con el que se comunicaba con su amante parece a menudo más una escritura onanista, para explorar lo que ese amor significaba a efectos verbales, que meras cartas de cariño, ternura o añoranza directas.

La posesión obsesiva

Como en el caso de las dos novelas antes citadas, la relación entre D’Annunzio y Barbara trascenderá lo privado e inspirará páginas narrativas. El resultado será muy marcadamente “Triunfo de la muerte” (1894), historia que acaba cuando rompe con Leoni e inicia su relación con la famosa actriz Eleonora Duse –muy tormentosa, como siempre, que a su vez se reflejaría en la obra “El fuego” (1900)–. Así, Pérez de Villar muestra cómo ciertos episodios personales que conoceremos por medio de este epistolario entre los amantes tienen eco en ese relato de título mortuorio protagonizado por una pareja y en el que el deseo obsesivo por poseer al ser amado se vuelve autodestrucción y crueldad; un texto escrito con gran retórica y ampulosidad en los diálogos, con solemnes pensamientos y álgidos sufrimientos del alma, y que rebosa sensualidad y morbidez continuamente. Un estilo decadentista que en su momento despertó la admiración de múltiples estetas y que hoy puede sonar tan refinadamente encantador como alambicadamente recargado.

“Adiós, bella mía, mi buena y dulce señora. Te beso la boca, temblando”, se despide en una de las primeras cartas. D’Annunzio está turbado, siente nudos en la garganta, siempre está triste, nostálgico, impaciente, cuando no “desesperado e inquieto”. Es la verbalización de cómo un espíritu hipersensible e individualista sufre un afán de posesión por el cuerpo deseado que lo trastorna y le coloca en la insatisfacción permanente: “Mi dolor es tan grande que desde ayer vivo casi en la inconsciencia hacia todas las cosas de la vida, encerrado en mí mismo y con el pensamiento y el deseo profundo e incesante de tu amor”, empieza en otra ocasión. El poeta espera cartas que no llegan, se estremece cuando no sabe nada de su amante, siente que se desmaya, teme enloquecer, sufre angustia, un “trágico abatimiento”, soledad, sofocamiento, hasta “sollozar como una criatura indefensa”.

La agonía de vivir

Todo este catálogo de emociones físicas del enamorado se prolonga en mil páginas que enseñan otras tantas maneras de expresar el deseo ardiente y el desasosiego de la separación y la distancia. De modo irremisible, la relación se enfría y para el poeta llega la agonía al ver que los mensajes recibidos ya tienen el aroma de una despedida por parte de Barbarella en 1891, año del divorcio de D’Annunzio, aunque más tarde –pues también se reproducen varias cartas de ella– le diga sin ambages: “Yo sigo siendo la amante de hace tres años” (agosto de 1892). Pero por qué D’Annunzio llamará a Leoni “alma desenamorada e ingrata”, un día, para el siguiente decirle: “Te beso los ojos. Te amo, siempre”. El caso es que el poeta no cesará de lamentar ciertas privaciones, que no acaba de concretar, que lo llevan a “un desgarro innoble”, a sentirse que su vida es puro desorden, que está “ahogado por tantas dificultades” y que lo vuelven pesimista y abocado a malograr todo lo que hace.

En una de las últimas misivas, presumirá de haber sido el que ha sufrido más en el mundo y que pesa sobre él una “oscura maldición”. En resumidas cuentas, es un individuo sufriente hasta el paroxismo pero que, en realidad, solapaba amores: engaña a una mientras ya ama –ya desea, sufriendo, poseer– a otra, en un bucle interminable de pasión y congoja en el que tal vez el propio escritor buscó una infelicidad perfecta que enmarcar en la novela de su vida, echando a perder la que, según la traductora, fue la amante con más “talla humana” que habría en su vida.

Publicado en La Razón, 15-X-2015