lunes, 7 de diciembre de 2015

¿Ha terminado el siglo XIX?


Decían, entre otros autores, Stefan Zweig y Josep Maria de Sagarra, que el siglo XIX en propiedad no acababa en la lógica cronológica del año 1900, sino en el periodo de la Gran Guerra, cuando una manera nueva, global, interconectada, desconfiada y bélica de entender la expansión internacional se abría paso para hacer de las fronteras una serie de peligrosas barreras burocráticas. El fin de la seguridad al que aludía el autor austríaco en su biografía, titulada significativamente “El mundo de ayer”, expresaba ese adiós por un mundo que se iba ensombreciendo y que haría del conflicto extremo una de sus señas de identidad de ahí en adelante. ¿Pero y el comienzo del XIX? En el reciente «La Ilustración y por qué sigue siendo importante para nosotros», Anthony Pagden ubicaba la centuria objeto de su estudio entre la última década del siglo XVII y la primera del XIX, para, así, hablar del tiempo que alumbró una ciencia humana que sustituyera a la teología y complementase a las ciencias naturales, la idea del cosmopolitismo –un factor esencial para entender el mundo globalizado que hoy habitamos– y el concepto de “ciudadano del mundo” frente al de nacionalidad.

La época dieciochesca, eurocéntrica e ilustrada, según el investigador inglés, sería el caldo de cultivo que en buena parte explica la sociedad actual: “La mayor parte de lo conseguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy se debe a su herencia”, decía, en tanto en cuanto nos regimos en el mundo civilizado por los ideales de los derechos humanos y la justicia. Pues bien, un poco en esa línea, Jürgen Osterhammel se ha sumergido en otro océano, pero abarcando mucho más –todo el planeta, todas los asuntos imaginables–, para explicar un siglo que se desborda en el tiempo, pues él lo data entre 1760, con la revolución americana, y 1920, “es decir, con la transición a una posguerra global, en la que las nuevas tecnologías y nuevas ideologías abrieron un abismo entre aquel presente y la época anterior a 1914”. Un esfuerzo colosal, mastodóntico, que quiere alejarse conscientemente del eurocentrismo –pese a poner el acento a que “ningún otro siglo ha sido, tan siquiera remotamente, una era europea– y sirve al fin y al cabo para conocer lo que le debemos a esa larga época que vio toda una “transformación del mundo”, como reza el subtítulo del libro, traducido por Gonzalo García.

El origen del Estado nacional

Catástrofes demográficas, colonias, migraciones, calidad de vida, epidemias, desastres naturales, hambrunas, consumo, urbanización, ciudades, imperios, el Salvaje Oeste, la diplomacia, guerras, democracia, nacionalismo, industrialización, transporte, comercio, finanzas, la aristocracia, la alfabetización, las ciencias, el antisemitismo, las religiones… Mil temas de toda índole serán abordados por este estudioso alemán que aporta conclusiones y características interesantes en torno al siglo XIX, expuesto como una época de particular reflexión sobre sí misma y que generó, a grandes rasgos, unas tendencias que se hicieron preponderantes en la siguiente centuria: la industrialización, la urbanización, la formación de Estados nacionales, el colonialismo y la globalización. 

En efecto, estamos ante una etapa caracterizada, sobre todo, por el progreso, o el mejoramiento, en todos los órdenes sociales –por más que la evolución también creara monstruos en forma de burocracias asfixiantes, represiones gubernamentales o contiendas fraticidas–; un progreso que se vio en un ascenso de la productividad laboral sin precedentes, algo que se puede calcular por la cantidad de bienes materiales per cápita, lo que también reflejó la multiplicación de la riqueza; una etapa que contempló una revolución agrícola incluso anterior a la industrial, y una eficiencia tecnológica de la que se vieron favorecidas las fuerzas armadas. Precisamente, el autor expresa todo esto con el término “incremento de la eficiencia”, que se vio muy acentuado en “el control cada vez más firme de los aparatos estatales sobre la población de su propia sociedad. Las normas administrativas aumentaron; las administraciones locales asumieron competencias; las autoridades censaron y clasificaron a la población, sus bienes inmuebles y su capacidad fiscal…”. En suma, se pusieron las bases para nuevos modos de gobernanza y mecanismos, por parte de las autoridades, para organizar a su pueblo y regular sus diversas áreas de trabajo y hasta de ocio e información.

Un siglo mirándose a sí mismo 

“La transformación del mundo” tiene muy en cuenta, como se ve en la introducción, el libro de Christopher Bayly “El nacimiento del mundo moderno. 1780-1914: Conexiones y comparaciones globales”, original del año 2004, que el mismo Osterhammel destaca como uno de los pocos ejemplos de historia universal logrados en torno a la historia contemporánea. Ambos responden a unas premisas estructurales que tienen con ver con la “distribución regional en naciones, civilizaciones y grandes espacios continentales”, dando importancia al colonialismo y al imperialismo, pero Bayly extrayendo muchas conclusiones a partir de su estudio sobre la India, y el alemán apoyándose más en China. 

Diferencias de enfoque que merece la pena siquiera apuntar, pues este tipo de iniciativas, por su desmesurada dimensión, son escasísimas y constituyen todo un hito en la tradición historiográfica. En este caso, al preguntarse qué significa el siglo XIX hoy para nosotros, el autor remarcará algo que nos obligará a hacer un sugerente viaje en el tiempo: “Las percepciones actuales del siglo XIX todavía están muy marcadas por el modo en que aquella época se observaba a sí misma. El carácter reflexivo de este tiempo –y sobre todo, el nuevo mundo de los medios de comunicación, producto de la época– siguen determinando de qué forma lo vemos. En ninguna época anterior ocurre así en una medida similar”.


Publicado en La Razón, 3-XII-2015