Cuántos escritores norteamericanos que vivieron en los extremos: que acabaron alcoholizados, tristes o solos; tal vez el que más Truman Capote, cuya imagen, a menudo impuesta sobre sus libros, se va desdibujando hasta convertirse en curiosa anécdota, en trivial alusión a un mundo de exquisitez e ingenio. Queda, cada vez con mayor fuerza, su narrativa, que se agranda y deslumbra, que emociona y entretiene. «En el siglo xx solo dos narradores de calidad consiguieron ser nombres conocidos: Ernest Hemingway y Truman Capote», dijo el académico Reynolds Price; una popularidad, añade, que solamente ha servido para denigrar lo mejor de sus obras por parte de «críticos y lectores sin duda desafectos». Tal como haría con la escritura de sus novelas –piénsese en los largos periodos entre publicar una y otra: “Otras voces, otros ámbitos” (1948), “El arpa de hierba” (1951), “Desayuno en Tiffany's” (1958), “A sangre fría” (1966)–, Capote administró muy bien la escritura de sus cuentos: su último relato es «Una Navidad», de 1982, y el primero oficial hasta ahora, por así decirlo, que recuerda mucho a la mirada desencantada de las mujeres protagonistas de Dorothy Parker, de 1943, «Las paredes están frías».
Pero lo más asombroso de todo es la manera en que su célebre precocidad se pone de manifiesto en textos escritos con diecinueve o veinte años: «Miriam», premio O. Henry en 1945, o «Cierra la última puerta», que recibió el mismo galardón cinco años después. Capote sembraba para luego, con su primera novela donde mezclaba realidad y ficción, causando un cierto revuelo en los ambientes literarios neoyorquinos, recoger popularidad y atención. Seguramente muchos pensarían que aquel arrogante y pequeño muchacho que dijo una vez: «Soy alto como una escopeta e igual de ruidoso», era flor de un día, que la fotografía de la portada en la que salía tumbado ya era la prueba de un marketing gratuito. Pero el talento habla por sí mismo, y como nunca en el caso que nos ocupa: estos “Relatos tempranos” hallados de casualidad con la etiqueta “High School Writings”, en la New York Public Library en un legado compuesto por “treinta y nueve cajas de cartón mal ordenadas”, según la autora del epílogo, la editora alemana Anuschka Roshani, que abarcarían los años 1935-1943.
Real y poético
Acertó de pleno Luis Cernuda cuando calificó el estilo de Capote de «exquisitamente real y poético». En su momento, el lector de los “Cuentos completos” que lanzara Anagrama ya pudo comprobar la excelencia de historias que daban fe de su corta infancia en el profundo Sur o de su traslado a Nueva York tan joven; un simple viaje en tren conducía a Capote a crear todo un pequeño mundo literario sutil y hechizante que, maravillosamente, también se halla en estos cuentos juveniles que hacen bueno aquello que dijo el autor de Nueva Orleans –en el prefacio a su último libro, “Música para camaleones”–, sobre la responsabilidad de sentirse «encadenado de por vida a un noble pero implacable amo», el don artístico. Un don increíble, que hace añicos el prejuicio que se podría tener al saber la edad en que fueron escritos estos relatos prematuros traducidos por el siempre estupendo Jaime Zulaika, pues Capote, siendo sólo apenas un niño, hoy nos demuestra que por aquel entonces era capaz de escribir con una maestría y una habilidad superiores, excelsas, asombrosas.
Prologando esta gran novedad capotiana aparece la reseña al respecto de Hilton Als, crítico de “The New Yorker”, del pasado octubre, que pone el acento, mediante el cuento “Lucy” –sobre una empleada negra que trabaja en una casa en Nueva York pero tiene que volver a su hogar sureño–, “en cierto tipo de personaje, un alma y un cuerpo que casen con lo que el joven escritor está examinando en realidad, que resulta que es uno de sus grandes temas: la marginalidad”. Y en efecto, los personajes que están en los límites de lo social estandarizado –la mujer desesperada que huye por un accidente criminal en “La polilla en la llama”; la alumna ladrona en “Hilda”, el presidiario huido “Terror en el pantano”, la anciana chiflada en “La señorita Belle Rankin”– destacan en algunas de estas historias “tan maduras”, como dice Roshani: “Maduras desde un punto de vista dramatúrgico y lingüístico, pero también sentimental; con gracia en el tono y, si es que existe tal cosa, repletas de inteligencia emocional”. Este concepto se nos antoja fundamental: qué sensibilidad tan prodigiosa la de Capote para captar a los dos niños –uno presente y otro alusivo– en el precioso relato “Esto es para Jamie”, para entender a la joven enamorada a punto de perder a su chico en “Si yo te olvidara”, para recrear la mente ensoñadora en el aula de una estudiante en “Donde el mundo comienza”.
Se insiste al comienzo y al final del libro en los traumas del autor en referencia a su factual orfandad ante una madre descuidada y lo que conllevó su relación con los negros o lo que significó su propia homosexualidad, y si bien es cierto que, amparándonos en palabras del mismo Capote, la escritura a pronto llegó a ser una válvula de liberación para él, estamos frente a un artista que va mucho más allá de exorcizar sus demonios interiores mediante la literatura. Frente a un narrador con una voz incomparable que, aparte de sus innovadoras novelas, se convirtió en un maestro en otros géneros como el cuento; con el impresionante añadido de que lo fue, como constatan estos cuentos, desde la adolescencia.
Publicado en La Razón, 3-III-2016