sábado, 9 de abril de 2016

Entre México y las Filipinas


El John Irving de largo aliento vuelve a la narrativa tras su anterior novela, «Personas como yo», que por enésima vez recreaba sus recuerdos autobiográficos, en aquella ocasión en torno al amor adolescente por parte de un chaval de trece años obsesionado por una joven bibliotecaria. En esa obra volvía a insistir en sus ingredientes predilectos –las relaciones interpersonales, el sexo, las lecturas literarias– a través de un protagonista, William, que recordaba su peculiar familia, sus amores bisexuales y apetencias culturales desde los años cincuenta hasta casi la actualidad. Era un Irving que a ratos resultaba llamativo, sin que proyectara una fortaleza novelesca propia de sus obras mayores, muy en especial en la magnífica «Una mujer difícil» (1998), de tal modo que, con esos mismos elementos que han caracterizado su trayectoria, daba vueltas a las mismas situaciones hasta caer en cierto tono redundante.

William era, por supuesto, el «alter ego» del autor, también escritor, como suele ser frecuente en sus novelas, y en primera persona rememoraba su vida para contarnos cómo había aprendido a leer a Shakespeare y a amar el teatro gracias a un profesor en el pueblo en el que disfrutaría de su despertar sexual. Ahora, en la voluminosa «Avenida de los Misterios» (traducción de Carlos Milla Soler), Irving insiste en el escritor como sujeto que revisa su vida, pero lo hace de dos formas: por un lado, colocándolo fuera de territorio estadounidense, lejos del noreste tan arraigado en Irving, y no sólo haciéndolo de nacionalidad mexicana, aunque se instale durante décadas en Iowa, sino llevándolo de viaje muy lejos, a las Filipinas; y por el otro, narrando en dos planos la trayectoria de este hombre, Juan Diego, alrededor de lo acontecido con catorce años en su natal Oaxaca, cuando era un niño que rebuscaba entre los vertederos junto a su hermana Lupe, y la peripecia del viaje a Manila cuarenta años más tarde. Esas «dos vidas, dos vidas desligadas y claramente diferenciadas»: la mexicana de su niñez y adolescencia, y la del Medio Oeste americano, quedan claras ya en la primera página y cuando, poco después, se diga que «en su cabeza –en su memoria, desde luego, pero también en sus sueños– vivía y revivía sus dos vidas en “caminos paralelos”».

Cojera y pastillas

El autor de «El mundo según Garp» y «El Hotel New Hampshire» ha hecho un meritorio esfuerzo a la hora de asimilar esas dos sociedades tan diferentes como la mexicana y la filipina, al parecer visitando ambas en persona e incorporando una gran cantidad de palabras en español en la novela. Todo para concebir a su personaje, de gran prestigio tanto en el campo literario como en calidad de profesor universitario, con el lastre de dos factores que marcan sus años: una cojera desde un accidente que tuvo de niño en la localidad de Guerrero (resultado: pie lisiado y zapato deforme hecho a medida), y una serie de problemas cardíacos que ha de afrontar con pastillas a diario, a las que se sumará la Viagra cuando tenga que decidirse si renunciar a los betabloqueantes que anulan su deseo sexual pero que podrían evitar que le diera un infarto –cuando una madre y una hija, Dorothy y Miriam, ésta obsesionada con el sexo y ambas admiradoras de sus libros, muestren signos de sentirse atraídas por él– o seguir experimentando con las famosas píldoras azules, como le había recomendado que fuera haciendo su vieja amiga médica Rosemary.

Irving no consigue hacer verosímiles muchas de las escenas de la novela, desde la inicial visita del sacerdote Pepe –que ha oído que un crío salva libros del fuego del vertedero y ha aprendido a leer en dos idiomas de forma autodidacta– a las chabolas por donde se mueven Juan Diego y Lupe, la cual habla en un español que sólo comprende su hermano y tiene el don de la telepatía; los diálogos se alargan en demasía y se describen situaciones y emociones de los personajes de forma superficial y cayendo en un tono narrativo de corte demasiado juvenil, por así decirlo. Y sin embargo, habrá sin duda lectores que aplaudirán que esta vez Irving haya probado algo diferente con ese viaje interior de Juan Diego a su pasado y a lo que le deparará el futuro en Filipinas –tras quedarse atrapado un día en el aeropuerto JFK por mal tiempo antes de dirigirse primero a Hong Kong–, algo a lo que se comprometió firmemente en nombre de un joven muerto en Oaxaca; fiel a sus convicciones, éste se había negado a ir a la guerra de Vietnam y a la vez deseaba visitar Manila para acudir al cementerio del padre, caído allí con las tropas estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial.

La novela se extiende con capítulos de tono sexual humorístico sumamente banales, alusiones constantes a la Virgen de Guadalupe y a lo que tiene que ver con el adoctrinamiento católico heredado de las conquistas españolas y a los jesuitas en general. Cierta simpleza en afirmaciones o comentarios del narrador –«Juan Diego era más famoso de lo que pensaba»– o del personaje –como cuando repara en que los jóvenes no parecen recargar nunca sus portátiles y móviles– hacen un flaco favor a una novela que, en la parte contemporánea, hubiera necesitado más garra narrativa y profundidad psicológica, pues a menudo John Irving cae en un tratamiento bastante frívolo; será en los episodios que desgranan la vida pasada en México cuando se advertirá que hay un trabajo literario más destacable y un corpus de personajes más rico, sin que el conjunto cuaje para el objetivo prioritario que tanto éxito ha reportado a Irving: el entretenimiento desenfadado y atrevido.


Publicado en La Razón, 7-IV-2016