El John Irving de largo aliento vuelve a la narrativa tras su
anterior novela, «Personas como yo», que por enésima vez recreaba sus recuerdos
autobiográficos, en aquella ocasión en torno al amor adolescente por parte de
un chaval de trece años obsesionado por una joven bibliotecaria. En esa obra
volvía a insistir en sus ingredientes predilectos –las relaciones
interpersonales, el sexo, las lecturas literarias– a través de un protagonista,
William, que recordaba su peculiar familia, sus amores bisexuales y apetencias
culturales desde los años cincuenta hasta casi la actualidad. Era un Irving que
a ratos resultaba llamativo, sin que proyectara una fortaleza novelesca propia
de sus obras mayores, muy en especial en la magnífica «Una mujer difícil»
(1998), de tal modo que, con esos mismos elementos que han caracterizado su
trayectoria, daba vueltas a las mismas situaciones hasta caer en cierto tono
redundante.
William era, por supuesto, el «alter ego» del autor, también
escritor, como suele ser frecuente en sus novelas, y en primera persona
rememoraba su vida para contarnos cómo había aprendido a leer a Shakespeare y a
amar el teatro gracias a un profesor en el pueblo en el que disfrutaría de su
despertar sexual. Ahora, en la voluminosa «Avenida de los Misterios»
(traducción de Carlos Milla Soler), Irving insiste en el escritor como sujeto
que revisa su vida, pero lo hace de dos formas: por un lado, colocándolo fuera
de territorio estadounidense, lejos del noreste tan arraigado en Irving, y no sólo
haciéndolo de nacionalidad mexicana, aunque se instale durante décadas en Iowa,
sino llevándolo de viaje muy lejos, a las Filipinas; y por el otro, narrando en
dos planos la trayectoria de este hombre, Juan Diego, alrededor de lo
acontecido con catorce años en su natal Oaxaca, cuando era un niño que
rebuscaba entre los vertederos junto a su hermana Lupe, y la peripecia del
viaje a Manila cuarenta años más tarde. Esas «dos vidas, dos vidas desligadas y
claramente diferenciadas»: la mexicana de su niñez y adolescencia, y la del
Medio Oeste americano, quedan claras ya en la primera página y cuando, poco
después, se diga que «en su cabeza –en su memoria, desde luego, pero también en
sus sueños– vivía y revivía sus dos vidas en “caminos paralelos”».
Cojera y
pastillas
El autor de «El mundo según Garp» y «El Hotel New Hampshire»
ha hecho un meritorio esfuerzo a la hora de asimilar esas dos sociedades tan
diferentes como la mexicana y la filipina, al parecer visitando ambas en
persona e incorporando una gran cantidad de palabras en español en la novela.
Todo para concebir a su personaje, de gran prestigio tanto en el campo
literario como en calidad de profesor universitario, con el lastre de dos
factores que marcan sus años: una cojera desde un accidente que tuvo de niño en
la localidad de Guerrero (resultado: pie lisiado y zapato deforme hecho a
medida), y una serie de problemas cardíacos que ha de afrontar con pastillas a
diario, a las que se sumará la Viagra cuando tenga que decidirse si renunciar a
los betabloqueantes que anulan su deseo sexual pero que podrían evitar que le
diera un infarto –cuando una madre y una hija, Dorothy y Miriam, ésta
obsesionada con el sexo y ambas admiradoras de sus libros, muestren signos de
sentirse atraídas por él– o seguir experimentando con las famosas píldoras
azules, como le había recomendado que fuera haciendo su vieja amiga médica
Rosemary.
Irving no consigue hacer verosímiles muchas de las escenas de
la novela, desde la inicial visita del sacerdote Pepe –que ha oído que un crío
salva libros del fuego del vertedero y ha aprendido a leer en dos idiomas de
forma autodidacta– a las chabolas por donde se mueven Juan Diego y Lupe, la
cual habla en un español que sólo comprende su hermano y tiene el don de la
telepatía; los diálogos se alargan en demasía y se describen situaciones y
emociones de los personajes de forma superficial y cayendo en un tono narrativo
de corte demasiado juvenil, por así decirlo. Y sin embargo, habrá sin duda
lectores que aplaudirán que esta vez Irving haya probado algo diferente con ese
viaje interior de Juan Diego a su pasado y a lo que le deparará el futuro en
Filipinas –tras quedarse atrapado un día en el aeropuerto JFK por mal tiempo
antes de dirigirse primero a Hong Kong–, algo a lo que se comprometió
firmemente en nombre de un joven muerto en Oaxaca; fiel a sus convicciones,
éste se había negado a ir a la guerra de Vietnam y a la vez deseaba visitar
Manila para acudir al cementerio del padre, caído allí con las tropas
estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial.
La novela se extiende con capítulos de tono sexual humorístico
sumamente banales, alusiones constantes a la Virgen de Guadalupe y a lo que
tiene que ver con el adoctrinamiento católico heredado de las conquistas
españolas y a los jesuitas en general. Cierta simpleza en afirmaciones o
comentarios del narrador –«Juan Diego era más famoso de lo que pensaba»– o del
personaje –como cuando repara en que los jóvenes no parecen recargar nunca sus
portátiles y móviles– hacen un flaco favor a una novela que, en la parte
contemporánea, hubiera necesitado más garra narrativa y profundidad
psicológica, pues a menudo John Irving cae en un tratamiento bastante frívolo;
será en los episodios que desgranan la vida pasada en México cuando se
advertirá que hay un trabajo literario más destacable y un corpus de personajes
más rico, sin que el conjunto cuaje para el objetivo prioritario que tanto
éxito ha reportado a Irving: el entretenimiento desenfadado y atrevido.
Publicado en
La Razón, 7-IV-2016