El atractivo por la vida y obra de Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul,
1896-Hollywood, 1940), emblema de lo que puede llegar a ser el estrellato
artístico y social y la degradación fulminante, parece no tener fin. Un
atractivo que se hace extensivo, también desde el punto de vista editorial, a
su mujer Zelda Sayre. Hace poco tiempo, la
propia pareja firmaba el libro “Pizcas de paraíso” (RBA), que reunía once
cuentos inéditos de él y otros diez que ella publicó en diversas revistas, tal
como hacía su marido para ganarse la vida, pues apenas obtendría ingresos con
sus libros. De hecho, la que fue destacada bailarina escribió una novela de
tintes autobiográficos, “Resérvame el vals”, traducida aquí hace cuatro años y
escrita en 1932, cuando estaba internada en el hospital psiquiátrico Johns
Hopkins de Baltimore, a causa de los trastornos mentales que la aquejaban y que
arrastrarían al desmoronamiento de la familia. Y es que el drama persiguió a la
pareja en forma de alcoholismo, intentos de suicidio, separación irremediable y
muertes trágicas, la de ella en un incendio en el hospital en que estaba
ingresada en Carolina del Norte, en 1948.
Tal cosa se deja
traslucir en las cartas que se intercambiaron marido y mujer y que ya se habían
conocido por medio de la recopilación “Querido Scott, querida Zelda” (Lumen), e
incluso “Cartas a mi hija”, o lo que es lo mismo, el material epistolar que se
conservó de Fitzgerald y que envió a su hija Scottie; en él se veía a un padre
preocupado por dar consejos sobre el dinero, las amistades, los estudios, etc.
entre los años 1933 y 1940, cuando la muchacha tenía entre 12 y 19 años y
pasaba largas temporadas sin sus padres, pues su educación había sido confiada
a unos familiares y al colegio en el que estaba internada. Pues bien, ahora
surge otra gran novedad que renueva el interés por la intimidad de Fitzgerald
y, lo que es más importante, aporta documentos inéditos: “El arte de perder.
Una vida en cartas” (editorial Círculo de Tiza).
Obsesiones diversas
Martín Schifino ha sido
el encargado de traducir estas cartas dirigidas, aparte de a Zelda y Scottie,
al crítico literario Edmund Wilson, al agente literario Harold Ober, al editor
Maxwell Perkins, a Ernest Hemingway, al poeta y crítico John Peale Bishop, más otros destinatarios ajenos al mundo literario;
por ejemplo, Gerald y Sara Murphy, una pareja de ricos americanos con los que
Fitzgerald coincidió en la Riviera francesa en los años veinte y que inspiraría
al autor para su obra “Suave es la noche”, y, además, Sheilah Graham, su novia
durante dos años y en cuya casa al autor de “El gran Gatsby” le sorprendería
un fatal infarto, en un periodo de cierto sosiego en el que estaba controlando
su adicción a la bebida y estaba escribiendo “El último magnate”, que dejaría inacabada y que editaría Wilson,
que también coordinaría la reunión de escritos póstumos titulada “El
crack-up”.
Y es que hay donde elegir, pues ciertamente, como dice
Schifino, en el caso de Fitzgerald “tenemos una enorme cantidad de cartas a las
que recurrir” para arrojar luz sobre una vida como la suya, tan tempestuosa,
obsesionada con el dinero –véanse su divertido artículo “Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año”, en el
que el escritor relata el alto tren de vida que llevaba con su mujer en
Manhattan– y con un primer éxito, la novela “A este lado del paraíso”, al que
le seguirán numerosas y muy bien remuneradas colaboraciones en revistas y un
fracaso comercial con el resto de sus novelas. El traductor muestra ese
poliédrico rostro de Fitzgerald como cuentista, novelista y narrador
autobiográfico y ofrece un epistolario “que abarca toda la etapa de madurez de
Fitzgerald, coincidiendo con sus dos décadas de actividad profesional”; lo cual
facilita ver de cerca no sólo “sus diferentes etapas, sino sus obsesiones.
Cuando un tema se repite en cartas dirigidas a interlocutores muy distintos, no
cabe duda de que el escritor pensaba en ello de manera constante”.
De entre sus
preocupaciones más íntimas, destacarán las cartas a dos psiquiatras. El
primero, la doctora Mildred Squires, que trabajaba en la clínica de Baltimore
donde estaba ingresada Zelda en 1932; en una misiva, Fitzgerald se desahoga
contándole el impacto que siente al enterarse de que su mujer quiera publicar
“Resérvame el vals” sin consultarle antes –la acusa de haberle imitado y teme
que le deje en ridículo por ello– y en otra le detalla sus relaciones sexuales,
a veces satisfactorias pero sobre todo ya inexistentes. Al segundo, Oscar
Forel, director de otra clínica, de Suiza, donde también estuvo ingresada su
esposa, le confiesa que escribe consumiendo café y no alcohol y que fue Zelda
la que le fue llevando a beber vino, hasta el punto de que “hace dos años, en
Estados Unidos, noté que cuando dejábamos de beber durante tres semanas o así,
como sucedió varias veces, inmediatamente me salían ojeras negras, me ponía
apático y no tenía ganas de trabajar”.
Fitzgerald poeta
Así las cosas, Fitzgerald usará la bebida para reanimarse en una vida
que sentía cada vez más perdida, con su mujer distanciándose y solamente a
gusto en su entorno de “bailarines y aduladores”. En esa carta al médico,
reconocerá: “He vivido a tope y he arruinado la inocencia esencial de mi
persona”, pero sin arrepentirse de haber abusado del alcohol. Pese a que la
botella y el desamor, más las dificultades
financieras en la que se había convertido una vida que empezó siendo
envidiable, en plena Era del Jazz, regada con copas y fiestas, le llevara al
hundimiento mental y físico. Así lo verían todos, como el narrador
norteamericano John Dos Passos, que afirmó sobre él: «En cuanto hombre, fue
trágicamente destruido por su propio invento».
Semejante tragedia personal escondería una dedicación que hasta ahora
había pasado inadvertida para el lector de Fitzgerald: su escritura poética. De
ahí la importancia de “Poemas de la era del jazz” (Visor), cincuenta y una
piezas que ha traducido en edición bilingüe Jesús Isaías Gómez López y que nos
trae un Fitzgerald amante de lo cotidiano y de la anécdota cercana tanto como
de la observación crítica, como se desprende del poema “La gran Cena de la
Academia", sobre la hipocresía en el mundo de Hollywood. En el libro,
surgirá el Fitzgerald juvenil, con un poema de 1911, “Football”, escrito pues a
los quince años –era aficionado a este deporte y se dice que murió después de
escuchar por la radio un partido de su vieja universidad, Princeton–, o el
amoroso, teniendo en mente a Sheila Graham –por cierto, es muy recomendable su
libro, que Elba publicó el año pasado, “Lecciones de un Pigmalión. La historia
de cómo F. Scott Fitzgerald educó a la mujer que amaba”– en composiciones como
“A una querida infiel” y “Para que no olvidemos”. No es lo más
destacable de su obra literaria, y en ningún caso se acercará a la
majestuosidad del poeta que más admiraba, John Keats, pero en ella, como si
fuera parte de su epistolario lírico, también se podrá conocer al Fitzgerald
más íntimo, más directo, aquel que tuvo lo mejor en sus manos –talento, aprecio
y éxito– pero el destino arrebató dramáticamente.
Publicado
en La Razón, 2-IV-2016