Pocos
escritores hay en las letras españolas del siglo XX tan fascinantes, eruditos y
extraños como Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973), que en cambio fue
relegado a un segundo plano seguramente por su exclusiva manera de ver el mundo
y sentir la poesía y el arte en general. Ante su singular talento –el de un
humanista entregado a la cultura universal, además de forma autodidacta–, ya en
esta centuria se le empieza a hacer justicia: primero con la edición de su
voluminosa poesía reunida en “Bronywn”, en el año 2001 –que coincidía con el
trabajo de Jaime D. Parra «El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan
Eduardo Cirlot» (Ediciones del Bronce)–, y ahora, con la recuperación de su
única novela, “Nebiros” (Siruela), escrita en 1950 y censurada por ser
considerada “de una moralidad grosera” y “repugnante”, y, al fin, con su
biografía, “Cirlot: ser y no ser de un poeta único”. Se trata de un estudio del poeta, narrador y traductor Antonio Rivero Taravillo (1963), que fue galardonado por ello con el Premio de Biografías Antonio Domínguez Ortiz 2016 (Fundación José Manuel Lara); un escritor que también había incursionado en el género con dos volúmenes sobre la vida de Luis Cernuda premiados y publicados por la editorial Tusquets.
Incluso el
propio Cirlot era consciente de semejante ostracismo al confesar, en una carta
de 1970 a su amiga la poeta venezolana Jean Aristeguieta el deseo de que el
ciclo poético que constituía su «Bronywn» «fuera un libro entero, y editado por
ti; un libro americano y no español, ya que mi país me oculta y me niega». Este
era uno de los fragmentos inéditos que proporcionaba su hija Victoria Cirlot
–profesora universitaria y experta en literatura medieval– en la introducción a
esa aquella edición tan cuidada que se presentó al público hace quince años,
con fotografías y reproducciones de algunos textos manuscritos del autor, y
completada por diversos artículos sobre ese monumental ciclo poético: dieciséis
entregas de «Bronwyn» escritas entre 1967 y 1972, una obsesión hecha lenguaje
que nació de una manera muy especial tras doce años en los que Cirlot se había
concentrado en la crítica de arte (de 1951 hasta su muerte trabajará en la
editorial especializada Gustavo Gili).
El impacto de una película
La concepción
del libro tiene su propia historia. En 1966, y unos meses después de ver la
obra de Franklin Schaffner «El señor de la guerra», protagonizada por Charlton
Heston y Rosemary Forsyth (para siempre la encarnación del rostro mítico de
Bronwyn), Cirlot comenzó a concebir la ilusión de un viaje lírico a su época
predilecta, la Edad Media. En este sentido, el cine fue para el escritor un
verdadero descubrimiento en su visión del ambiente del siglo XI y una lección
de síntesis argumental, como dejó manifestado en su libro «El estilo del siglo
XX» (1953). Asimismo, la versión rusa de «Hamlet», cuya Ofelia muerta en el
agua supuso para Cirlot un impacto visual frente a la Bronwyn que salía de
ella, más su admiración por el «Hamlet» que dirigió y protagonizó Laurence
Olivier –con el que llegó a cartearse–, forjaron la gran aventura lingüística,
sentimental, histórica y filosófica de este complejo poema, el cual presenta la
poetización de una doncella céltica en Brabante que simboliza la muerte y el
amor, el pasado y lo trascendente, la busca del centro y la unidad, y también
lo angelical.
Todos estos
rasgos oníricos y simbólicos son parte intrínseca de la propia andadura vital
de Cirlot, como bien ha visto Rivero Taravillo, que sigue con detalle los pasos
de la creación literaria de este barcelonés –curiosamente, en 1918, su familia
habitó La Pedrera, acabada de construir seis años antes– que tuvo una densa y
múltiple formación cultural: tras un brillante inicio musical –el escritor
destruyó sus composiciones– y una fuerte influencia vanguardista en sus
primeros poemarios, el poeta se entregaría a lo que sería su obra cumbre, el
«Diccionario de símbolos» (1958), «su
preferido –según el biógrafo–, por el que no ha recibido una compensación
económica acorde con el mucho tiempo dedicado (por no hablar de los gastos en
que haya incurrido para hacerse con rara bibliografía, casi toda extranjera)». El resto de su obra también nacería
para, desde lo simbólico. Por supuesto, «Bronwyn», laboratorio para componer
aliteraciones aprendidas en la literatura escandinava y anglosajona,
desarrollar su gusto por la permutación o lanzar ideas cercanas a la cábala, el
gnosticismo y el sufismo. Todo a través de una mujer que renace de las aguas y
que, en palabras del propio autor, entrevistado en 1968, era «el mito de la
amada de otra vida, de la luz ya vivida y perdida».
Amor por las espadas
Cirlot así
vivió en un mundo paralelo, el del Medievo, que lo haría tan especial a ojos de
otros escritores. El poeta José Corredor-Matheos, en sus recientes memorias “Corredor
de fondo” (Tusquets), habla de este “extraordinario personaje, de personalidad
torturada y poderosa creatividad, que se manifiesta en su poesía y en la
peculiar lucidez de su visión del arte. La guerra, sin duda, había tenido
consecuencias muy negativas para una persona como él, tan sensible y
extremadamente imaginativa”. Ciertamente, Cirlot, que venía de una familia de
militares y con algún ascendente francmasón, en 1938 intervendría en el frente
de Guadarrama y, al decir del biógrafo: “En cierto momento se pasó a los
nacionales, y al final de la guerra es internado brevemente en un campo de
concentración, del que sale el mismo año 1939 en que acaba la contienda, aunque
poco tiempo después es movilizado de nuevo para cumplir el servicio militar en el
ejército de Franco.”
Sin embargo, en
palabras de Rivero Taravillo, la guerra “no supuso ningún trauma para Cirlot,
quien años después llegaría a hablar con nostalgia, según sus hijas, de lugares
en los que había estado durante la contienda”. Acaso esto fuera una
idealización de aquel entorno que tendría obligatoriamente que encender la
inspiración visual y literaria de un Cirlot que adoraba ciertos elementos
guerreros: “Es bien sabido –apunta el poeta ciudadrealeño– que Cirlot sentía
gran atracción por las espadas antiguas, a las que confería capacidad de
defensa simbólica ante enemigos que sólo existían en su mente, pero que podían
ser realmente peligrosos”. A ellas les dedicará versos y artículos y hasta
saldrá retratado con las que iba coleccionando y conservaba en casa; así,
Rivero Taravillo refiere que «Cirlot publica en 1954 en “Revista”, fotografiado
bajo ellas por Catalá-Roca, un artículo titulado “Mis espadas”, donde compara a
estas, las siete que tiene en su cuarto de trabajo, con los barrotes de una
jaula. Cirlot no es que vea, sino que vive, el simbolismo de las espadas». Tal sistema de idealismo viril, más el
elemento femenino fascinador, nutrirán en suma una visión poética que es del
todo incomparable antes y después de él, Juan Eduardo Cirlot, todo un caballero
medieval.
Publicado en La Razón, 22-V-2016
Un día después de escribir este artículo sobre el libro Cirlot: ser y no ser de un poeta único, y un día antes de publicarlo, caminando por la calle encuentro esta señal.