miércoles, 5 de octubre de 2016

Desde Rusia con espías


Casi ochenta personas componen un curioso listado que hay al final del libro “Vecinos cercanos y distantes”, sobre espionaje soviético: son los “Agentes que traicionaron al régimen, desertores incluidos”. Éstos pertenecieron a órganos tan conocidos como la KGB, pero también a otras siglas que no serán tan familiares: GPU, OGPU, NKVD, GRU y MGB, más los llamados Cuarto Departamento y la Checa (Comisión Extraordinaria), fundados por los bolcheviques hace casi cien años. El vecino “cercano” sería la civil KGB (Comité para la Seguridad del Estado), el vecino “distante” sería la militar GRU (Departamento Central de Inteligencia). Y alrededor, aquellos que espiaban y contraespiaban, que vivían una doble vida en que la información constituía un tesoro con el que lograr sacar ventajas del enemigo y adelantarse a los acontecimientos: algo que acaba de ser objeto de estudio por parte de Jonathan Haslam, catedrático de la Escuela de Estudios Históricos del Institute for Advanced Study de Princeton. 

“El papel de los servicios secretos de espionaje en la historia de las relaciones internacionales se ha pasado por alto de manera general”, dice el autor en el prefacio. Fue con la desclasificación de numerosos documentos en tiempos recientes cuando los historiadores pudieron acercarse a la verdad de los movimientos de los espías entre Oriente y Occidente, lo cual se había añadido a la información suministrada por los desertores de la KGB, “que colaboraron con los servicios de inteligencia occidentales”. Haslam explica que hasta ahora, no existía ningún libro que acogiera “todas las ramas del espionaje soviético: la KGB y el GRU, el espionaje humano y el espionaje de las comunicaciones, así como las operaciones de espionaje y contraespionaje en el extranjero”. El autor cubre ese vacío en este pormenorizado estudio (traducción de Gemma Deza) en el que aspira no sólo a mostrar el espionaje soviético en todas sus vertientes, sino proporcionar al lector “un entendimiento más exhaustivo de cómo se libró una guerra soterrada entre el Este y Occidente, y comprender así por qué perdió el régimen soviético y, lo que es igual de importante, inculcarle un mayor conocimiento de la mentalidad de quienes gobiernan Rusia en la actualidad”.

Agentes dobles

A lo largo de estas páginas, irán apareciendo personajes ya míticos, como Kim Philby, “el espía más encantador, ingenioso, elegante, cortés y compulsivamente divertido que haya conocido», según su compañero, John Le Carré –reconvertido en novelista superventas tras su periplo en el ambiente de los servicios secretos–, en el epílogo que incluye el reciente libro «Un espía entre amigos» (Crítica), de Ben Macintyre. Un género este de ensayo o biografías en torno a asuntos del espionaje que está de continua actualidad editorial. Hace poco, Ronald Weber, en «La ruta de Lisboa. Una ciudad franca en la Europa nazi» (Tusquets), hacía que se asomara por sus páginas, en el casino de Estoril de 1941, el escritor Graham Greene y Joan Pujol, que engañaría a la organización de inteligencia militar alemana prestando sus servicios como un nazi más ─confundió a Hitler acerca del sitio donde iban a entrar las tropas americanas en Europa, lo que acabaría siendo el desembarco de Normandía─ y cuyo nombre en clave, para los británicos, sería Garbo, por sus dotes actorales. Asimismo, también es reciente el libro de Stephan Talty «Garbo, el espía» (Destino), en la que al mismo tiempo salía otro novelista entre las mesas de juego de aquel casino, Ian Fleming, ocupado en planificar la operación Golden Eye para la inteligencia naval británica, lo cual le acabaría inspirando la primera novela de James Bond.

Philby, un británico convencional con idealismo comunista, un oficial de la NKVD, la agencia de inteligencia de Stalin, estropearía cada operación de espionaje que el Reino Unido y Estados Unidos (desde la CIA) intentaban urdir, pues todos los secretos le eran revelados al KGB. Philby obedecía a rajatabla a sus superiores soviéticos pese a que tal situación le deparase un pánico atroz ante la posibilidad de lo que descubrieran. Si ocurría tal cosa, «era hombre muerto». Y ese es precisamente el meollo del libro de Haslam, los “hombres muertos”, literalmente por traición, o desaparecidos o huidos de la Unión Soviética; desde el momento en que al general Aleksandr Kutépov, “psicópata” y líder de la organización contrarrevolucionaria zarista en París (ROVS), es metido a la fuerza en un automóvil en 1930 y nunca más se sabe de él –el motivo: dar la orden a sus hombres de que hicieran atentados en la Unión Soviética–, hasta los años ochenta, cuando Aldrich Ames, llamado “Kolokok”, director del contraespionaje contra Rusia en la CIA, delata a los espías americanos y vende información “top secret” a la KGB a cambio de 50.000 dólares.

La guerra fría de los espías

Aquello coincidió con el inicio de una nueva etapa, pues “la verdadera prueba para el espionaje secreto en Moscú llegó con el desmoronamiento de la Unión Soviética. Había perdido a sus aliados, tanto a los ideólogos (quienes creían en el comunismo) como a los militares (los aliados reclutados dentro del Pacto de Varsovia en la Europa central y del Este)”. De hecho, la cúpula moscovita nueva veía ya todo el engranaje de organismos de espionaje como parte del “viejo sistema”, lo que se agudizaba con los recortes presupuestarios, explica Haslam en la recta final del libro. Hasta ese momento, sin embargo, lo que el autor da en llamar “espionaje humano” había sido todo un éxito; no en balde, en torno al 40-60 por ciento de los diplomáticos de las embajadas soviéticas eran realmente agentes cuyo cargo constituía una mera tapadera. Sobre todo en la década de los años setenta, “una especie de edad de oro del régimen soviético”, antes de que la invasión de la URSS en Afganistán les hiciera sufrir un pronunciado declive.

El autor así va mostrando episodios que tienen como inquietante telón de fondo el hecho de que el que vigila puede ser observado, y donde los cambios de bandos están a la orden del día: la deserción de Vladímir Vetrov, que desveló a los franceses la red de espionaje industrial y militar de la KGB, dejó muy tocada a la organización, por ejemplo; o Viktor Sheymov, un joven muy brillante y prometedor que se afilió al Partido Comunista pero que, en una visita de negocios a Varsovia en 1970, huyó de la embajada y contactó con la CIA, que simuló un secuestro de él y su familia para conseguir que desapareciera a ojos del Kremlin, que pensaba que aún los códigos y claves de cifrado que poseía aún estaban a buen recaudo. La realidad era que, gracias a Sheymov, durante los siguientes quince años, los estadounidenses irían interceptando telegramas que avisaban de operaciones de la KGB en el extranjero.

Es en este plano, en plena Guerra Fría, en el que los servicios secretos de los Estados Unidos y la Unión Soviética han de extremar las precauciones: el traidor puede estar a un solo paso, o surgir espontáneamente: “Recelábamos de quienes venían a ofrecerse; por cada activo de inteligencia verdadero había cien locos o agentes del FBI que se presentaban allí”, dijo Oleg Kalugin, director del contraespionaje exterior de la embajada soviética; un concepto este en sí, contraespiar, que encarna una forma paranoica de atacar y temer al enemigo. 

Publicado en La Razón, 2-X-2016