martes, 14 de febrero de 2017

Ah, el tiempo…


Como en el poema de Gil de Biedma donde dice “Ah, el tiempo… Ya todo se comprende”, este libro nos introduce en la comprensión del modo en que el tiempo diseña y organiza nuestra vida desde la Revolución Industrial.

Hay un cuento de Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”, perteneciente a su mítico libro “Ficciones” (1944), en que un escritor que ha sido arrestado y conducido ante un pelotón de fusilamiento, en el contexto praguense de la Segunda Guerra Mundial, pide a Dios más tiempo, un año. No quiere morir dejando inconcluso un drama en verso en el que está trabajando y, cuando se encuentra a punto de recibir la mortífera descarga, se opera el milagro y el universo físico se detiene: una gota de lluvia se queda quieta en su mejilla, los tiradores se quedan congelados, una abeja se queda inmóvil, el propio protagonista se queda paralizado aunque su pensamiento permanezca latente. Así pasan doce meses en los que el dramaturgo acaba la composición de sus hexámetros solamente apoyándose en su memoria. Cuando llega el instante de elegir el último epíteto y acaba el drama, la gota de lluvia sigue su curso, todo se reanuda y recibe el impacto de las balas.

El mundo de la ciencia ficción, la literatura o el cine han proyectado mil y una forma de gobernar lo imparable: el paso de los segundos, los minutos, las horas, los días; y ahora, en el libro “Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo” (editorial Taurus; traducción de Miguel Marqués), el ensayista y autor de varios superventas Simon Garfield (Londres, 1960), habla de “nuestra obsesión con el tiempo y sobre nuestro anhelo por medirlo, controlarlo, venderlo, grabarlo, representarlo, inmortalizarlo y darle sentido”. De una manera amena y divulgativa, trayendo a colación asuntos de carácter histórico de los últimos doscientos cincuenta años, y también con referencias a sus propias experiencias personales o profesionales, el autor explora el modo en que “el tiempo se ha convertido en una fuerza pertinaz que domina nuestras vidas”. Tanto, que consciente o inconscientemente, envidiamos a los que gozan de una vida despreocupada, querríamos estirar la jornada para que tuviera más horas y nos obcecamos en trabajar todo lo que podemos para, en cierto momento, poder llegar a trabajar menos: “Hemos inventado el tiempo de calidad para distinguirlo de ese consabido otro tiempo. Colocamos un reloj en la mesita de noche que, al final, siempre deseamos tirar por la ventana”.

El tren puntual

Así, Garfield, que ya destacó con trabajos como “Es mi tipo. Un libro sobre fuentes tipográficas”, “En el mapa. De cómo el mundo adquirió su aspecto” y “Postdata. Curiosa historia de la correspondencia”, pone el ejemplo de cómo algunos de los recursos tecnológicos actuales –las aplicaciones para teléfonos inteligentes en especial– están concebidos para clasificar y sincronizar las tareas domésticas o de cualquier tipo, ahorrando y administrando el tiempo y, por consiguiente, optimizando muchos aspectos de la cotidianidad. Desde este punto de vista, el de nuestro presente presuroso, se irán haciendo viajes al pasado para mostrar historias, a cual más curiosa, en la que diversos artistas, deportistas, inventores, compositores, cineastas, escritores, oradores, sociólogos y relojeros tuvieron una relación muy especial con el tiempo; como William Strachey, tío del crítico y biógrafo Lytton Strachey, que vivió más de cincuenta años en Inglaterra aunque con la hora de Calcuta: “Desayunaba a la hora del té, almorzaba a la luz de las velas y se veía obligado a hacer cálculos fundamentales cuando se trataba de tomar el tren”.

Precisamente, en el ámbito ferroviario, con el trasfondo de la Revolución Industrial, es donde el tiempo empieza a ser encapsulado hasta nacer el concepto de “puntualidad”. En 1830, el Liverpool & Manchester Railway va a revolucionar la manera de asimilar la vida cotidiana ya que “la locomotora de vapor encogió y a la vez expandió el mundo: impulsó el comercio, aceleró la propagación de las ideas y prendió la mecha de la industrialización mundial. El tren cambió nuestra forma de valorar el tiempo más que ningún otro invento, salvo el propio reloj y, quizá, el cohete espacial”. La reducción de los desplazamientos repercutía en el resto de horas disponibles, lo cual incidía por completo en lo que la gente podría plantearse hacer, pese a que, tras la implantación de los horarios de las líneas de ferrocarril en 1839 como algo habitual, los relojes de Inglaterra no estuvieran sincronizados y se tuvieran que ir ajustando a medida que el viajero se desplazaba.

La duración de un CD

Pero si hay algo ancestral en que la duración temporal se hace clave es la música. Garfield refiere cómo en 1824 una muchedumbre se reunió en un teatro de Viena para escuchar la “Novena sinfonía” de Beethoven, compuesta en un estado de sordera total, lo cual hizo que durante el concierto el genio alemán indicara el “tempo” adecuado a la orquesta, algo que no podía acabar bien al haber un desfase entre el ritmo de los músicos y el que interpretaba Beethoven interiormente. Ello no acabó en simple anécdota, sino que “pese a haberse ejecutado miles de veces, no hay acuerdo sobre qué velocidad debe llevar la música”, hasta el punto de que un director del siglo XIX acortó la pieza quince minutos en contraste con una interpretación en el siglo XX. Una obra ambigua es sus indicaciones de tempo, pues éste nace a partir de los latidos del corazón humano y también de la zancada, explica el autor, que hilvana la historia beethoveniana con la cuestión de cuánto debe durar un CD. Las últimas decisiones al respecto harían que la longitud del disco se alargara de los 11,5 a los 12 cm por deseo del vicepresidente de Sony, Norio Ogha: “Ese medio centímetro extra permitiría a Ohga, que era además barítono de ópera y un apasionado de la música clásica, alargar la duración del disco” hasta poder escuchar una versión concreta de la “Novena sinfonía” que duraba 74 minutos.

Garfield empieza el libro hablando de cómo un accidente de bicicleta le llevó al hospital con el codo roto y explica esa sensación tan vívida y angustiosa en que uno parece notar que el tiempo se ralentiza y en milisegundos se da cuenta de lo que va a suceder. Esto es así porque el cerebro, ante un suceso inesperado y alarmante, “encuentra mucho espacio libre para la impresión de nuevos recuerdos en el córtex”. Y más adelante aparecerán más ejemplos, menos dramáticos, en que la angustia por controlar el tiempo pone a la gente en serios aprietos, como en la ocasión en que tenía que dar una charla de exactamente 17 minutos y sufrió por pasarse de ese tope; según la organización que preparaba las intervenciones, ese era “el periodo de tiempo óptimo” pues el orador va al grano y al público no le da tiempo a aburrirse: “A su vez, es la duración ideal para que las charlas se hicieran virales, pues equivale al tiempo que la gente se toma para la pausa del café”. Todo un estímulo pero también, según las conclusiones de Garfield, una manera de notar cuán destructivo puede ser prestar demasiada atención al tiempo, al que sólo consiguió arrancarle una prórroga aquel personaje borgiano.

Publicado en La Razón, 12-II-2017