Recupero aquí, con el lema latino ubi sunt (dónde están), una serie de reseñas que publiqué hace unos veinte años en la revista Quimera.
La Orden de los cartujos fue fundada por San Bruno en el siglo once, en la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, siguiendo las ideas de San Benito. Los cartujos viven en edificios monásticos construidos para la vida eremítica; constan esencialmente de una serie de casitas o celdas; cada religioso ocupa una de ellas y distribuye su tiempo entre la oración, el estudio y el trabajo manual. Guardan abstinencia perpetua hasta que les llega el último silencio, la anhelada muerte, como desea el protagonista de esta extraña historia, un cartujo pensativo y taciturno que nos habla, a modo de soliloquio, de lo que significa entregarse a Dios y de la dureza física y psicológica a la que es sometido.
Emilio Gimeno consigue reflejar muy convincentemente este ambiente soporífero y lánguido. Para ello se apoya, en primer lugar, en un lenguaje medido, seco y redundante, tal y como es la retórica religiosa: un devenir de estructuras previsibles y de expresiones reiterativas. Y por otro lado, en unas profundísimas divagaciones al respecto de las tópicas premisas eclesiásticas, las cuales se dosifican hábilmente para no agotar al lector con unos argumentos que son a simple vista tan semejantes como interminables. La voz del narrador ejemplifica sus teorías a partir de sus experiencias, y entonces el discurso asume un cierto grado de humanidad que, unido a las escasas pero oportunas descripciones del entorno, rompen con la monotonía de escuchar la actividad mental de un hombre frente a una soledad que le intimida. Su vida es simplemente el penúltimo ensayo para acoger el silencio total. La existencia en la tierra es una transición inútil, y todo es patéticamente negativo hasta que se alcanza la frontera sobrenatural.
Quizá por eso, el anónimo personaje de esta especie de psicoanálisis monacal se refugia en los libros. Pero incluso esta única evasión se torna insuficiente cuando todo lo que extrae de su literatura es la indiferencia ajena: "Cada libro que comenzaba‚ significaba un nuevo plazo que me concedía para seguir viviendo; mientras duraba su redacción, quedaba descartada la idea de la muerte."