Abril de 1917. Europa está librando una guerra fratricida que va a marcar el destino de todo el continente. En uno de sus extremos, la Rusia de los zares agoniza. Es también el año de la Revolución, que ha estallado en febrero, con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado, noticias que llegan a uno de los exiliados más famosos del momento, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, que ante tamañas novedades está de regreso a Rusia en tren desde la Suiza en que ha estado viviendo. Para el líder bolchevique no se trataba del primer exilio, pues en el tiempo de sus estudios universitarios había sido arrestado y enviado tres años a Siberia. Ahora, en ese 1917, el zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares.
El caso es que, como cuenta Catherine Merridale en «El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa» (editorial Crítica; traducción de Juan Rabasseda), Lenin, «antes de finalizar el año, pasaría a ser el amo y señor de un nuevo estado revolucionario» haciendo de un conjunto de pensamientos escritos cuarenta años atrás por Karl Marx toda «ideología de gobierno. Creó un sistema soviético que llevaría las riendas de un país en nombre de la clase trabajadora, estableciendo la redistribución de la riqueza y promoviendo diversas transformaciones igualmente radicales tanto en el campo de la cultura como en el de las relaciones sociales». Cambios que trascenderían sus fronteras y que, ya convertidos en un ideario político con el nombre de leninismo, se convertiría en «el anteproyecto ideal para los partidos revolucionarios del mundo, desde China y Vietnam hasta el Caribe, pasando por el subcontinente indio».
Un viaje trascendental
Todo esto empezaría, a ojos de Merridale, en «ese viaje trascendental en tiempos de la Gran Guerra». Un contexto este que no deja de recibir atención investigadora y acomodo editorial; fue el caso de un trabajo reciente sobre lo que le ocurrió a la nobleza rusa tras la Revolución firmado por Douglas Smith y que era un tema tabú incluso en el propio país, al menos hasta la Unión Soviética de Gorbachov. Así, «El ocaso de la aristocracia rusa» revelaba cómo la Rusia feudal repleta de campesinos en situaciones de esclavitud bajo las órdenes y la explotación de los ricos atravesaba las revoluciones de 1905 y 1917 y el llamado Terror Rojo de 1918 en contra de los «enemigos del pueblo». La solución estaba clara: acabar con todos aquellos que hubieran aplastado al proletariado, lo que acabaría de raíz con una sociedad fuertemente jerarquizada y en la que, de repente, los huidos y desposeídos de todo lo que tenían eran los ricos.
Contemplar esta situación es clave para embarcarnos en ese tren con Lenin e ir intuyendo lo que éste anhelaba cuando retomó su liderazgo hasta ser el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la Unión Soviética desde finales de 1922 hasta inicios de 1924. Atravesando Alemania, tardaría ocho días en llegar a Petrogrado (hoy San Petersburgo) en condiciones durísimas. Un recorrido que la autora quiso realizar para entender mejor cómo fue este exitoso regreso de un Lenin que iba a cambiar el destino de su país para casi lo que quedaba de siglo. Más de tres mil doscientos kilómetros desde Zúrich que hace cien años Lenin protagonizó en una Europa llena de peligros.
Hay sitios actualmente que recuerdan el paso del político, como en la estación de Harapanda, en Suecia, y Merridale comprobará que Lenin ahora recibe una mezcla de veneración crepuscular o indiferencia según donde se encuentre. Algo que se pondrá más de manifiesto este próximo otoño en el que se celebran los cien años de la revolución, al ser el líder bolchevique «una presencia incómoda en la Rusia de Vladímir Putin», ya que éste «se atrevió a acusar a Lenin de socavar la unidad de Rusia fomentando la aparición de movimientos en pro de la autonomía nacional en el viejo imperio zarista». Unas declaraciones que fueron tan impactantes en su día (enero de 2016) para su país que el presidente tendría que retractarse.
En todo caso, dice Merridale que para confeccionar su libro no iba a rastrear al Lenin que disfrutaba del piano o del ajedrez, sino «al hombre con aquella energía arrolladora, fría e implacable» que un día escribió que no hay que acariciar a nadie porque te pueden morder: «Has de pegar a la gente en la cabeza sin piedad ninguna». Y a fe que lo hizo, mediante una dictadura represiva, marcada por la censura de prensa, la abolición de las libertades políticas y la tortura y asesinato a todo el considerado adversario del Estado. Una serie de estaciones autoritarias cuyo primer tramo nació sobre las vías de un tren que transportaba a alguien que, nada más llegar, ya demostró su talante despreciando las flores que una mujer le regalaba y diciendo que su recibimiento «apestaba a pompa burguesa y a orgullo».
Publicado en La Razón, 2-II-2017