jueves, 23 de marzo de 2017

Derek Walcott, la voz del mestizaje


Apunta Derek Walcott en uno de sus ensayos que «las biografías de poetas difícilmente son creíbles. No bien se publican se convierten en ficción, están sujetas a la misma simetría de trama, incidente y diálogo que la novela». Ahora que le he llegado su muerte tras una larga enfermedad, en su casa de la isla británica de Santa Lucía (en las Antillas Menores), en Castries, la ciudad en la que había nacido hace ochenta y siete años, es el momento de biografiarlo desde esos tres elementos. La “trama” de su vida cuenta que estudió Literatura en la Universidad de  las Indias Occidentales en Jamaica; que en 1953 se trasladó a Trinidad y Tobago para involucrarse en proyectos teatrales, y así, dirigiría hasta  1976 el Taller de Teatro de Trinidad; y que en 1981 empezó su andadura estadounidense como profesor en la Universidad de Harvard.

Sólo hablar de su origen ya sería un tema fecundo, pues el hecho de ser descendiente de africanos hizo que él mismo reflexionara en estos términos: «Habitantes de las colonias, partimos de esta debilidad palúdica». Es una frase esta que cifra la vivencia de todos los antillanos y de su mestizaje, de las islas colonizadas del Caribe por parte de los europeos, asoladas por la invasión y sus consecuencias: el deterioro humano y económico que arrastra un pueblo desde el tiempo remoto en que se inició su esclavitud. Es, por otra parte, la expresión que sin duda confirmaría otro «compatriota» nacido en la francesa Guadalupe y diplomático exiliado en Estados Unidos, otro premio Nobel como lo fue Walcott, pero en 1960, Saint-John Perse, que no en vano en unos versos reclamaba al poeta declinar su nombre, su nacimiento y su raza. Y, finalmente, se trataría de algo que también podría firmar el tercer antillano galardonado por la academia sueca, V. S. Naipaul, nacido en Trinidad, descendiente de indios y residente en Inglaterra, es decir, otro escritor nómada, sin raíces –excepto las africanas que defendió para sí Walcott– e incómodo en su entorno político, incapaz de identificarse con un lugar determinado.

Nobel por su poesía

Su creatividad mestiza (también reflejada en su obra plástica) hizo de él un escritor capaz de partir de la poesía homérica para hacer su propio poema, la obra por la que será recordado, "Omeros", del año 1990, en el que trasplantaba la riqueza del verso antiguo a la modernidad; de este modo, el libro comenzaba como la Ilíada, pero ambientada en una isla antillana en la que la mujer deseada, en vez de una princesa, es una criada negra a la que quieren conquistar diversos pescadores. Obras como esta hicieron afirmar a otro premio Nobel como Joseph Brodsky que no había ningún poeta contemporáneo de tanta riqueza verbal como Walcott. Éste recibiría numerosos reconocimientos, pero por supuesto el más importante es el que le concedieron desde la Academia Sueca en 1992. Ese es su “incidente” más importante, el que populariza su voz, su estilo que muchos han relacionado con el realismo mágico, y hace llegar a un público mucho más numeroso sus otros libros poéticos, como “Another Life” (1973), “The Star-Apple Kingdom” (1979) o “El testamento de Arkansas” (1987).

Para un lector no familiarizado con la poesía de Walcott, cabría hacer mención del libro “Garcetas blancas”, que la editorial Bartleby publicó en el año 2010, pues en él se encuentran, según su traductor, Luis Ingelmo,las obsesiones que han perseguido a Derek Walcott desde su juventud: la influencia que la pintura tiene en la lírica, las constantes referencias a la naturaleza, al pasado colonial de su tierra, Santa Lucía, y a la situación insular de esta, así como el multilingüismo antillano”, y también, “el nomadismo del poeta por varias latitudes americanas y europeas y su preocupación por la progresiva conversión del ya perdido paraíso caribeño en un parque temático o en centros vacacionales”. Preocupaciones que si bien se asoman en sus versos, quedan más explícitas en los otros géneros que practicó con éxito, el teatro y el ensayo.

Dramaturgo y ensayista

El “diálogo” no puede ser otro que el que remita a sus más de veinte obras teatrales, pero también al diálogo que mantiene con otros autores en los que se interesó, como Robert Lowell, Robert Frost, Ted Hughes o Ernest Hemingway. Él mismo había reflexionado mucho sobre la actividad interpretativa, como en un ensayo perteneciente a «La voz del crepúsculo»: «No hay más historia que la historia de la emoción», advirtiendo acerca de la necesidad de que se fundan los orígenes propios de la literatura con los de la interpretación: «El actor debe romper su cuerpo y alimentarlo con la actitud meditabunda del narrador ancestral que alimentaba el fuego con ramas». En el citado libro, Walcott nos acerca a la cultura del Caribe, a sus peculiaridades, a sus paradojas; para él el Caribe es blanco y negro a la vez, tierra de conquistadores y esclavos, lo viejo y lo nuevo en un mismo espacio, una parte del cual queda ahora vacío tras su desaparición.


Publicado en La Razón, 18-III-2017