jueves, 9 de marzo de 2017

El dibujante carcelario

Esta es la historia de una obsesión, escrita por Richard Flanagan, un hombre cuya literatura es la más divulgada de toda Tasmania, tal vez la más exitosa de Oceanía desde las obras del premio Nobel australiano Patrick White; cuenta el trastorno de un hombre que encuentra entre unos armarios antiguos en un muelle un libro muy especial, casi mágico, que “parecía pertenecer a un convicto llamado William Buelow Gould al que en 1828, supuestamente, en interés de la ciencia, el médico del penal de la Isla de Sara ordenó que pintara todos los peces capturados allí”. El volumen, además, está lleno de anotaciones, y cada relato, escrito con una tinta de color distinto, obtenida mediante diversos e ingeniosos recursos como explica al propio reo: “la tinta roja, de sangre de canguro; la azul pulverizando una piedra preciosa robada, etcétera”.

El recurso metaliterario de libro hallado propulsa la aventura del protagonista, que se verá acosado por mil y una adversidades, espejismos que dificultan ver la realidad tal como es. Este quijotismo se observa en el guiño a Cide Hamete Benengeli en el desdoblamiento de Gould, Sid Hammet. Porque “¿qué son los libros, al fin y al cabo, sino cuentos de hadas de los que no te puedes fiar?”. He aquí el punto de partida: cómo un puñado de páginas –su lectura, su previa escritura en condiciones muy particulares– pueden cambiar nuestro destino. Considerando esto, es posible que el libro encontrado del tal William Gould ni siquiera exista: el hombre que lo encuentra lo ve esfumarse en el bar donde ha estado leyéndolo; ha ido al lavabo y a la vuelta ya no estaba en la barra ni nadie lo había visto. Y entonces ahí es cuando empieza la reconstrucción.

Un ballenero a Tasmania

Nace un nuevo libro. Los recuerdos del delincuente y falsificador William Gould, sus viajes a América y su detención en Londres, hasta que se le embarca en un ballenero en el que durante meses navegará hacia la Tierra de Van Diemen, rebautizada Tasmania en 1856 para distanciarse de su pasado: un territorio sólo para convictos condenados a cadena perpetua, a pudrirse en las húmedas celdas, a suicidarse. Y así, seguimos a Gould y su progresivo acercamiento al dibujo, a sus reflexiones sobre la monstruosa belleza de los peces, en un texto donde hay más de descripción naturalista que de genuina aventura, más de recreación histórica que de la habilidad narrativa suficiente que nos lleve en volandas hasta los infames peligros de convivir entre asesinos y esquizofrénicos.

Las acciones paralelas que se van narrando se interrumpen continuamente, y la opción de que Gould entrañe la personalidad de un ente de ficción memorable se pierde en un excesivo catálogo de desgracias y sinsabores que tiene sus mejores momentos en los fragmentos en que se medita acerca de la existencia, dejando de potenciar el lado salvaje de la vida, y concentrándose en asuntos más sencillos y humanos: el amor, la libertad, la literatura y el arte.

Publicado en La Razón, 9-III-2017