viernes, 20 de octubre de 2017

La ciencia mágica

A finales del siglo V a. C., Hipócrates habló del veneno de la bilis negra; afirmaba que el cuerpo humano contiene sangre, flema y bilis amarilla y negra, y que en función de estos «humores», el hombre podía estar sano o enfermo. Como comentó el estudioso Lászlo F. Földényi en su libro “Melancolía” (1984), ésta era para Hipócrates una dolencia del cuerpo al predominar el fluido espeso de la bilis negra; eso podía envenenar la sangre y causar “desde el dolor de cabeza hasta la lepra, pasando por enfermedades del hígado y del estómago. La sangre, por su parte, es la cuna de la razón, del espíritu”, según el fundador de la medicina occidental.

En la Antigüedad, de esta manera, se combinaba la visión corporal con la anímica y hasta espiritual, e incluso el mal melancólico se llegó a catalogar de «enfermedad de héroes», de aquel que debía afrontar su destino excepcional y se mantenía imperturbablemente sereno. «El origen, al ser físico, es también cósmico y va más allá de lo humano (resultando de la combinación del viento, de la zona, de la estación, del punto cardinal e incluso de los cometas y de las estrellas), pero su influencia se muestra en la mente de la persona y se plasma en la individualidad psíquico-espiritual de cada uno, diferente de todas las otras individualidades, incomparable e irrepetible», escribió Hipócrates en su tercer libro de las “Epidemias”, advirtiendo que tal ánimo melancólico constituía a fin de cuentas una perturbación psíquica.

Un ejemplo como este serio y hasta literario por su mezcla de fabulación y ciencia puede estudiarse mediante una mirada artística y sociológica de incalculable valor cultural, y casos parecidos a este y a otros muchos susceptibles de interpretarse a la luz de lo cómico y hasta disparatado han sido recogidos, extraídos de textos antiguos, por J. C. McKeown, para elaborar este “Gabinete de curiosidades médicas de la Antigüedad. Historias sorprendentes de las artes curativas de Grecia y Roma” (traducción de Silvia Furió). Aquí encontraremos, dice el propio autor en el prefacio, “curas para la migraña como la de envolver un pez eléctrico, un sujetador femenino o una venda con excrementos de ratón alrededor de la cabeza del paciente; burras en el cuarto del enfermo para garantizarle el suministro de leche fresca; una gran profusión de amuletos, como una víbora estrangulada para ahuyentar la amigdalitis o un cuco en una bolsa de piel de liebre para inducir al sueño”.

Hábitos hilarantes

Esta antología de interpretaciones, costumbres y creencias médicas está estructurada a partir de catorce capítulos temáticos, desde el dedicado a la medicina relacionada con la magia y la religión hasta lo que tiene que ver con la anatomía, la medicina preventiva o el pronóstico y diagnóstico. Todo avalado por un gran número de fuentes que firman personalidades de renombre indiscutible, sabios que apuntalaron los conocimientos de los que hemos vivido dos mil quinientos años. Para empezar con un Hipócrates al que se le atribuyen más de setenta tratados pero que tal vez no escribió ninguno, como se desprende de sus numerosas contradicciones. Plinio, en su “Historia natural”, ya explicó que desde la guerra de Troya hasta la del Peloponeso (siglos XIII-V a. C.), la medicina estuvo sumida en la oscuridad, hasta la llegada del médico de la minúscula isla de Cos (en el mar Egeo, muy cerca de Turquía).

Junto con curiosidades del ámbito médico como el origen de la serpiente –eran bien vistas por contribuir al control de los roedores– como símbolo que aún se vincula a asociaciones médicas, los sanatorios que existían para la sanación y de los que se cuentan diversos milagros, el hábito de hacer ofrendas si uno era curado o la forma en que los médicos eran vistos –gente con verborrea que se perdía en circunloquios–, veremos un sinfín de historias que a nuestros ojos son poco menos que hilarantes. Se creía, por ejemplo, como se lee en diversos trabajos históricos de entonces, que la sangre menstrual mataba las colmenas de abejas o hacía que cayeran los frutos de los árboles, entre muchas otras cosas, o que si una mujer se ataba una salamandra en la rodilla, no tendría hijos. Y así una infinidad más: los machos tienen más dientes que las hembras; el bazo no tiene ninguna función; algunas personas nacen con un corazón peludo; los hombres con pene grande son menos fértiles porque el semen “tiene que recorrer un trayecto demasiado largo y se enfría” (Aristóteles); los calvos se quedan sin pelo durante el coito; para concebir es de ayuda mordisquear una sepia a medio cocer; las mujeres embarazadas con granos en la cara dan a luz a niñas; después del parto hay que beber excrementos de ratón en agua de lluvia si se desea recuperar el tamaño de los pechos; las personas que tienen piojos tienen menos dolores de cabeza…

Con todo, lo más interesante sin duda es que a partir del anecdotario que se va desarrollando, con citas literales (de Celso, Sófocles, Plutarco, Séneca, Platón y muchos otros), más los comentarios de McKeown, conocemos con mayor cercanía y autenticidad el alma antigua, el alma de las gentes de aquellos tiempos, con sus pesares, esperanzas, ingenuidades y fantasías. Galeno, el médico más eminente de la Antigüedad y que en estas páginas tiene un gran protagonismo, habló de cómo debía ser el médico ideal: el que “desdeña el dinero y está totalmente dedicado al trabajo –paradójicamente, pues en la Edad Media fue mal visto por avaricioso–. Semejante devoción es imposible para aquellos adictos al vino o a la comida o al sexo”. Estudiantes de Medicina: aquí tenéis un primer consejo nada desdeñable. 

Publicado en La Razón, 6-IX-2017