En noviembre de 1889, una periodista llamada
Nellie Bly, del periódico “New York World”, llevando sólo consigo un bolso de
mano y sin compañía alguna, emprendió un largo, tremendo viaje, que la iba a
llevar a recorrer el planeta entero; el desafío era recorrerlo para batir el
récord ficticio que había establecido Phileas Fogg en “La vuelta al mundo en
ochenta días”, de Jules Verne, que fue una obra superventas en 1873. “El viaje
de Bly la convirtió, de la periodista famosa que ya era, en icono
estadounidense, un emblema del arrojo y la imaginación en un mundo entrecruzado
por barcos de vapor y vías férreas transcontinentales”, se lee en “La vuelta al
mundo en 72 días y otros escritos” (editorial Capitán Swing), que acaba de
publicarse. En efecto, Elizabeth Jane Cochran, pues así era su verdadero nombre
–natural de Pensilvania, moriría en Nueva York a los cincuenta y siete años–,
había emprendido arriesgados proyectos como reportera, como el que la había
llevado al país vecino y a escribir después “Seis meses en México” o
infiltrándose en un manicomio y en una fábrica de cartón para describir las
condiciones inhumanas en que la gente vivía y trabajaba allí.
La propia periodista incluso llegaría en su
periplo a visitar al autor que le había inspirado aquella idea. Así, visitaría
a Verne en su casa de Amiens y allí descubriría que el autor francés había
sacado la idea de su famosa novela de un artículo del periódico “Le Siècle” en
que se intentaba demostrar que era posible recorrer el globo en ochenta días.
“Yo antes tenía un yate, así que viajaba por todo el mundo estudiando los
sitios y luego escribía a partir de la observación real. Ahora, como la salud
me tiene recluido en casa, me veo obligado a leer descripciones y manuales de
geografía”, aseguraba Verne, que enseñaría a Bly su modesto estudio de trabajo,
un mapa que yacía colgado en que había marcado el itinerario que hiciera Fogg
–aprovechando para explicar en cómo difería el de este con el de la periodista–
y acabaría brindando con una copa de vino, diciendo: “Si lo logra en setenta y
nueve días, aplaudiré con las dos manos”. Bly se había propuesto hacerlo en
setenta y cinco, pero lo conseguiría en tres días menos.
Este tipo de anécdotas sueltas halladas al azar en
libros como los de Bly a buen seguro hará las delicias de los amantes de Verne,
y ahora hay una ocasión bien interesante de conocer algunos de sus textos más
particulares y apenas difundidos mediante “Viaje al centro de la mente. Ensayos
literarios y científicos” (Páginas de Espuma), en traducción y edición de Mauro
Armiño. Éste, en el prólogo, realiza una sucinta biografía de Verne,
centrándose en la concepción de lo que llamaría “Viajes extraordinarios” y que
se asentaría en “una investigación científica documentada envuelta en una
situación dramática, una aventura en el espacio y en el tiempo sobre el telón
de fondo de una naturaleza desconocida, que el novelista describe con toda la
precisión que le permiten documentos, diarios e informes de exploradores y
viajeros”.
Poe,
el mar y la ciencia
Ciertamente, en textos como «Los amotinados de la “Bounty”», se descubrirá al escritor interesado por el mar y su historia, que a veces proporciona historias casi o más novelescas que la pura ficción. Verne ahí sigue el relato de un geógrafo que habló del modo en que una parte de la tripulación de esa fragata británica se amotinó en 1789, derivando todo en una sangría de muertes, huidas, naufragios y crímenes en las islas de Tahití. Así, artículos, conferencias, discursos y entrevistas forman este libro, que se abre muy singularmente con el único ensayo literario que escribió, el extenso “Edgar Poe y sus obras”, de quien admiraba mucho su detective Auguste Dupin, sus inmortales cuentos y su novela “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”. El resto de escritos será un cajón de sastre en que el lector descubrirá una nutrida variedad de intereses por parte del autor de personajes imborrables en el
tiempo, presencias que se acercan a la formación de arquetipos modernos
imitados hasta la saciedad: Nemo y su «Nautilus», Phileas Fogg, Miguel
Strogoff, el profesor Lidenbrok y su sobrino Axel...
Sin duda, “Viaje al centro de la mente” servirá al lector para comprobar
lo informado que estaba el escritor a la hora de dotar de aspectos científicos
a sus narraciones. Robert Louis Stevenson, en un ensayo de 1876 –recordemos que
Verne publica su primera novela, «Cinco semanas en globo», en 1863–, ya
advertía el modo en que los héroes vernianos se adelantaban a la ciencia
contemporánea con un lenguaje que convencía a los profanos: «Estas narraciones
no son verídicas, pero no acaban de encajar bajo el rótulo de imposibles». Se
comprobará tal cosa en el apartado “Crónicas científicas”, con textos dedicados
a las ascensiones aerostáticas –en otra sección cuenta su recuerdo de un viaje
en globo que duró 24 minutos–, tejidos incombustibles, máquinas de labrar o
locomotoras submarinas, lo que por supuesto se relacionaría con la novela
“Veinte mil leguas de viaje submarino”.
Charlas y
anticipaciones
Es un Verne este directo y sincero, como se constata leyendo “Diez horas
de caza. Simple humorada”, en que reconoce con algo de vergüenza que veinte
años atrás fue cazador durante un día, y que leyó, con un estilo y tono
marcadamente narrativos, en la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Artes de
Amiens. Es más, el libro aporta toda una parte dedicada a sus discursos de
recepción a varios miembros en esta institución de la que fue director, a lo
que se añadiría un curioso texto que leería durante la asamblea general anual
de la Sociedad de Horticultura de Picardía lleno de humor y modestia. Pero, muy
probablemente, las páginas más llamativas serán las que aluden a sus
“anticipaciones”, como la charla titulada “Una ciudad ideal”, también
pronunciada en la Academia, sobre un viaje soñado al Amiens del año 2000, lleno
de tranvías, avenidas y suelos pavimentados que se lee como un relato de
ficción, o “Un expreso del futuro”, sobre una manera alucinante de unir América
y Europa.
Y es que cabe recordar que Verne escribió textos como “París en el siglo
XX”, que fue rechazado por su editor y se mantendría inédito hasta 1994: ahí
aparecía una ciudad moderna con lo que sería hoy una videoconferencia,
informaciones que venían de Marte, submarinos a mil quinientos kilómetros por
hora y coches voladores. Es el Verne anticipatorio que, en un artículo de 1902
y tras escribir su centésimo libro, se lanzó a prever el fin de la novela al
cabo de cincuenta o cien años, porque ya nadie iba a necesitar su lectura
frente a la dosis de realidad de los periódicos. Lo singular es que en este
“Viaje al centro de la mente”, Verne, ya en el apartado de entrevistas, le
quita hierro a sus anticipaciones científicas, tildándolas de “simple
coincidencia” y justificándolas por su esfuerzo en hacer ese tipo de
anticipaciones sencillas y verosímiles y, por otra parte, por su método documental
y lecturas de numerosas revistas científicas. Todo lo cual le llevaría al
célebre lema en el que basó su literatura: «Todo lo que una persona pueda
imaginar, otros podrán hacerlo realidad».
Publicado
en La Razón, 28-III-2018