miércoles, 4 de abril de 2018

El engaño bolchevique


El año pasado leímos las diversas novedades que, con el pretexto de la conmemoración de Revolución Rusa, se lanzaban a analizar lo ocurrido hace un siglo y tan profundamente marcaría el destino del gigantesco país euroasiático. Catherine Merridale, con “El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa”, siguió los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros. En aquel 1917, Europa estaba librando una guerra mientras la Rusia de los zares agonizaba; todo estalla en febrero, con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado; el zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares.

Así pues, la nobleza que controlaba el país tiene los días contados y está en peligro; se terminaba la época de los zares en paralelo a “La venganza de los siervos”, por decirlo con el título que Julián Casanova puso a su estudio en que analizaba cómo desde las altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber tratado a los campesinos dignamente antes de que la indignación popular estallara. A este par de libros publicados por la editorial Crítica se le añadiría el de Evan Mawdsley, “Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa” (Desperta Ferro Ediciones), que profundizaba en el complejísimo entramado bélico que asoló al país durante los años 1917-1920 y que costaría más de siete millones de vidas. Algo que pudo comprobar Ángel Pestaña, un sindicalista que acusó a Lenin de autoritarismo y de torturar a su pueblo por falta de libertad y permitir que pasara hambre, como se puede leer en el libro que acaba de ver la luz “Setenta días en Rusia. Lo que yo vi”, fruto de un viaje a Moscú en 1920.

Ese mismo desengaño lo sufriría también Emma Goldman, que protagoniza el que es para mí el mejor escrito de todos los que han sido publicados en este último año y pico sobre la realidad de la Revolución Rusa y sus terroríficas consecuencias. De principio a fin, “Mi desilusión en Rusia” (traducción de Enrique Moya Carrión) es una visión completa, directa, irrebatible de cómo «la Revolución Rusa –más concretamente los métodos bolcheviques– ha demostrado concluyentemente cómo no debe llevarse a cabo una revolución», como dice la autora en una nota fechada en 1925. Inicialmente, Goldman tuvo el afán de colaborar con los bolcheviques a pesar de ciertas divergencias, pero «uno no puede haber vivido dos años de terror comunista, de un régimen que implica la esclavización de todo un pueblo, la aniquilación de los valores más fundamentales –humanos y revolucionarios–, dos años de corrupción, de mala gestión». Lo que da en llamar experimento ruso demostraba así que el gobierno sólo estaba atento al derramamiento de sangre como factor de imposición, algo que tras la muerte de Lenin incluso se intensificó.

Maquinaria siniestra


En 1919, junto con otros doscientos cuarenta y ocho prisioneros políticos, Goldman había sido expulsada de los Estados Unidos, adonde había llegado con dieciséis años desde su Lituania natal, tras desarrollar actividades de corte libertario –había sido encarcelada en Chicago por agitadora– y ser la pareja del anarquista condenado Alexander Berkman, entre otros motivos. Cuando se tramitó su deportación a Rusia, J. Edgar Hoover, presidente del Departamento de Justicia y futuro jefe del FBI, la llegó a calificar como “una de las mujeres más peligrosas de América”. Empezaba así una experiencia que la llevaría a conocer a fondo la realidad rusa en los años, hasta que participó en la sublevación anarquista de Kronstadt, lo que implicó romper definitivamente con los bolcheviques.

No lo tuvo fácil; al publicar sus artículos sobre lo que vio en 1922, fue atacada desde todos los frentes, pero ella persistió, “convencida de que llegaría el tiempo en que caería la máscara del falso rostro del bolchevismo y el engaño quedaría al descubierto”. Por ello este libro constituye un tesoro documental para entender cómo los bolcheviques usaron la supresión de la libertad de prensa, la censura, el reclutamiento militar o los trabajos forzados para conseguir sus fines, que disimularon mediante argucias propagandísticas. Lo que da en llamar “maquinaria siniestra” estaba destrozando el país. Goldman describe con transparencia un territorio en ruinas, un Petrogrado y otros muchos rincones llenos de gente como “muertos vivientes”, donde la miseria y la hambruna más escalofriantes eran la demostración de una desigualdad que no sólo no habían solucionado los bolcheviques, sino producido y mantenido cruelmente con el pretexto de preservar ciertos ideales políticos.

Publicado en La Razón, 29-III-2018