El año pasado leímos las diversas
novedades que, con el pretexto de la conmemoración de Revolución Rusa, se
lanzaban a analizar lo ocurrido hace un siglo y tan profundamente marcaría el
destino del gigantesco país euroasiático. Catherine Merridale, con “El tren de
Lenin. Los orígenes de la revolución rusa”, siguió los pasos del líder
bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo
efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros.
En aquel 1917, Europa estaba librando una guerra mientras la Rusia de los zares
agonizaba; todo estalla en febrero, con grandes movilizaciones en la capital,
Petrogrado; el zar abdica, el país se transforma en una república, los
exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares.
Así pues, la nobleza que
controlaba el país tiene los días contados y está en peligro; se terminaba la
época de los zares en paralelo a “La venganza de los siervos”, por decirlo con
el título que Julián Casanova puso a su estudio en que analizaba cómo desde las
altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber tratado a los
campesinos dignamente antes de que la indignación popular estallara. A este par
de libros publicados por la editorial Crítica se le añadiría el de Evan
Mawdsley, “Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa” (Desperta Ferro
Ediciones), que profundizaba en el complejísimo entramado bélico que asoló al país
durante los años 1917-1920 y que costaría más de siete millones de vidas. Algo
que pudo comprobar Ángel Pestaña, un sindicalista que acusó a Lenin de
autoritarismo y de torturar a su pueblo por falta de libertad y permitir que
pasara hambre, como se puede leer en el libro que acaba de ver la luz “Setenta
días en Rusia. Lo que yo vi”, fruto de un viaje a Moscú en 1920.
Ese mismo desengaño lo sufriría
también Emma Goldman, que protagoniza el que es para mí el mejor escrito de
todos los que han sido publicados en este último año y pico sobre la realidad
de la Revolución Rusa y sus terroríficas consecuencias. De principio a fin, “Mi
desilusión en Rusia” (traducción de Enrique Moya Carrión) es una visión
completa, directa, irrebatible de cómo «la Revolución Rusa –más concretamente
los métodos bolcheviques– ha demostrado concluyentemente cómo no debe llevarse
a cabo una revolución», como dice la autora en una nota fechada en 1925.
Inicialmente, Goldman tuvo el afán de colaborar con los bolcheviques a pesar de
ciertas divergencias, pero «uno no puede haber vivido dos años de terror
comunista, de un régimen que implica la esclavización de todo un pueblo, la
aniquilación de los valores más fundamentales –humanos y revolucionarios–, dos
años de corrupción, de mala gestión». Lo que da en llamar experimento ruso
demostraba así que el gobierno sólo estaba atento al derramamiento de sangre
como factor de imposición, algo que tras la muerte de Lenin incluso se
intensificó.
Maquinaria siniestra
En 1919, junto con otros
doscientos cuarenta y ocho prisioneros políticos, Goldman había sido
expulsada de los Estados Unidos, adonde había llegado con dieciséis años desde
su Lituania natal, tras desarrollar actividades de corte libertario –había sido
encarcelada en Chicago por agitadora– y ser la pareja del anarquista condenado
Alexander Berkman, entre otros motivos. Cuando se tramitó su deportación a Rusia,
J. Edgar Hoover, presidente del Departamento de Justicia y futuro jefe del FBI,
la llegó a calificar como “una de las mujeres más peligrosas de América”. Empezaba
así una experiencia que la llevaría a conocer a fondo la realidad rusa en los
años, hasta que participó en la sublevación anarquista de Kronstadt, lo que
implicó romper definitivamente con los bolcheviques.
No lo tuvo fácil; al publicar sus
artículos sobre lo que vio en 1922, fue atacada desde todos los frentes, pero
ella persistió, “convencida de que llegaría el tiempo en que caería la máscara
del falso rostro del bolchevismo y el engaño quedaría al descubierto”. Por ello
este libro constituye un tesoro documental para entender cómo los bolcheviques
usaron la supresión de la libertad de prensa, la censura, el reclutamiento
militar o los trabajos forzados para conseguir sus fines, que disimularon
mediante argucias propagandísticas. Lo que da en llamar “maquinaria siniestra”
estaba destrozando el país. Goldman describe con transparencia un territorio en
ruinas, un Petrogrado y otros muchos rincones llenos de gente como “muertos
vivientes”, donde la miseria y la hambruna más escalofriantes eran la
demostración de una desigualdad que no sólo no habían solucionado los
bolcheviques, sino producido y mantenido cruelmente con el pretexto de
preservar ciertos ideales políticos.
Publicado en La Razón, 29-III-2018