Es célebre aquel pensamiento de
Goethe sobre que prefería la injusticia al desorden. Lo dijo a raíz de uno de
los episodios violentos ocurridos en la primera de las guerras revolucionarias
francesas, en 1793, que enfrentó victoriosamente a Francia con Austria y otros
países. Un aserto que en esos años de la Revolución Francesa se hizo ostensible
para él al calificar tal fenómeno de “terrible suceso elemental, una especie de
catástrofe de la naturaleza en el mundo político, la irrupción de un volcán”.
Su biógrafo Rüdiger Safranski explicó que al autor alemán le atraía lo
paulatino, mientras que lo súbito y violento le repelía, tanto en la naturaleza
como en la sociedad; miraba cómo cambiaba el mundo, pero sólo se esforzaba por
el cambio de sí mismo. Individualidad, pues, frente a colectividad.
Y es que ambos extremos se ponen
de manifiesto frente a cada revolución: los dispuestos a modificarlo todo y los
comprometidos para que nadie cambie. Como decía Maquiavelo, “no hay nada más
difícil de emprender, más peligroso de llevar a cabo y con menos garantías de
éxito, que tomar la iniciativa en la introducción de un nuevo orden de cosas,
porque la innovación tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiaron
de las condiciones antiguas”. Un punto de vista que cuatro siglos después
Giuseppe Tomasi di Lampedusa heredará para, rizando el rizo, crear aquella memorable
afirmación de su novela “El Gatopardo”: “A veces, es necesario que todo cambie
para que todo siga igual”. Ahora, gracias a «Revoluciones. Cuando el pueblo se levanta» (traducción
de Ruth Zaunder), de Gero von Randow, tenemos la posibilidad de valorar si cada
acontecimiento volcánico que protagonizó el pueblo llano supuso una mejora ante
el inmovilismo o, al decir del autor siciliano, todo quiso cambiarse para todo
continuara igual, o incluso peor.
En este último sentido, cabrá contemplar como una de las consecuencias más nocivas de las revoluciones la violencia y el sufrimiento de gentes de todas las clases sociales. En su definición del término, aludiendo a su carácter emocional, dice Von Randow que las revoluciones “son experiencias colectivas. Actos de liberación colectivos y, desgraciadamente, a menudo barbaridades cometidas en común”. Se trataría de una transición de tintes tan liberadores, entonces, como dolorosos: se cambia la desesperación personal por la experiencia de la fuerza de la comunidad, sugiere el autor, que cita algunas canciones revolucionarias que tienden al fervor por el linchamiento. Por no hablar, claro está, de la Revolución bolchevique de hace cien años, que llevó a una sangría de muertos, a la hambruna, al gulag y al Terror soviético. Un acontecimiento que de nutrir las esperanzas de millones de personas pasó a ser sinónimo de decepción mayúscula.
Decepción y nostalgia
Y es que parece que lo
decepcionante es enseguida adjetivo que acompaña a muchas revoluciones, como
sucedió con la Revolución cubana, que tantos anhelos despertó para luego ser
considerada algo nefasto por muchos que la abrazaron ilusionados al comienzo.
Lo importante, en todo caso, es que lo revolucionario es algo latente siempre
en toda sociedad que se sienta indignada, y que la chispa que encienda el
levantamiento popular, la lava que temía Goethe, puede encenderse en el momento
más inesperado. De hecho, se muestran tan presentes como ausentes, pues por
ejemplo, “en situaciones posrevolucionarias en las que solo quedan las banderolas
de colores con los luchadores dibujados en ellas; y al revés: hay tiempos
tranquilos en la historia en los que en realidad se acumulan las fuerzas
revolucionarias”.
Desde el concepto de
“subversión”, desde su perspectiva de “lo contrario del aburrimiento” –un
artículo periodístico de marzo de 1968, en “Le Monde”, iba por esos
derroteros–, de su trasfondo siempre excitante, Von Randow reflexiona sobre el
Mayo del 68, cuyo espíritu está perpetuamente de moda. En poco tiempo, una
multitud inmensa de jóvenes izquierdistas, a los que se sumaría el Partido
Comunista Francés y grupos de obreros industriales, consiguió paralizar el país
mediante una huelga general, si bien, “a pesar de lo mucho que sacudió al
poder, no logró abatirlo. Los estudiantes y trabajadores rebeldes no
cuestionaron el poder. Los estudiantes porque no podían, los trabajadores
porque no querían”. De modo que aquello ¿qué fue: una simple revuelta o una
gran revolución social?
Los nostálgicos por lo ocurrido
en la Francia del 68 son legión, y la explicación nos la da Von Randow muy
bien: las revoluciones terminan siempre con el triunfo de la realidad sobre los
sueños. Es decir, con el sueño de los ideales reformadores desaparecidos. Lo
que genera un regusto melancólico. Y de unas cuantas de estas melancolías se va
a encargar este libro: la Argelia de la liberación anticolonial, los
sandinistas de Nicaragua, la sublevación leninista, la Revolución tunecina,
desencadenante de la Primavera Árabe…, analizando cada origen y propósito,
hasta preguntarse si en realidad mejoraron el mundo.
Publicado en La Razón, 26-IV-2018