En 1925, Stefan Zweig publicaba
uno de sus maravillosos ensayos biográficos, psicológicos, “La lucha contra el
demonio”, en que analizaba las figuras de Kleist, suicida, y Hölderlin y
Nietzsche, víctimas de la locura; tres personalidades marcadas por lo que daba
en llamar demoníaco, pero no desde el prisma religioso, sino como pulsión
interior que arrastra y nos conduce a una especie de «caos primitivo” que
habita en lo profundo del alma. El demonio, decía el autor austriaco, es
nuestro elemento atormentador y convulso que nos empuja hacia todo lo
peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, incluso hacia la anulación de uno
mismo; y concluía: “Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su
demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica».
Una lucha que, en el caso de
Nietzsche, acaba en una derrota dramática a causa de su cruenta demencia, como
queda reflejado a través de unas cartas que su madre envió a un amigo del
filósofo y que, con el título de “Los años de la locura”, se ha ocupado de
editar M.ª Jesús Franco en lo que es un hito en la bibliografía nietzscheana,
pues es la primera vez que cobran forma de libro en nuestro idioma. Se trata de
una considerable cantidad de epístolas escritas por Franziska Nietzsche, de
soltera Oehler y ya viuda en los años que abarca la correspondencia: 1889-1897,
y que presenta un tremendo trasfondo que la traductora ha contextualizado en
una introducción a la perfección. Conoceremos así la relación que se desarrolló
entre Franziska y el destinatario, Franz Overbeck, considerado un pionero de la
crítica teológica liberal y profesor de la Universidad de Basilea, donde había
conocido a Nietzsche en 1870 y con el que incluso vivirá durante cinco años.
Esta universidad tendrá un papel
central en estos documentos, pues en ellos se alude a la pensión que dan al
filósofo por motivos de salud y cómo Overbeck conseguirá que se prorrogue cinco
años más a partir de los dos concedidos inicialmente. Por otra parte, la misma
institución sería la depositaria de la correspondencia cinco años después de
fallecer el escritor, en 1900. Hasta el último momento, Overbeck consiguió
retenerla, pese a que la hermana, Elisabeth Förster-Nietzsche, directora del
Archivo Nietzsche, hizo lo imposible por tenerla en su poder. De hecho,
Elisabeth intentaría apropiarse de la obra y la fama de su hermano para
lucrarse y usarla para sus fines pronazis. Tras la muerte de Franziska, en
1897, se lo llevaría de Naumburgo a Weimar, convirtiéndole en “una pieza más de
museo, sentado en un sillón o en su silla de ruedas, impasible ante la
curiosidad de los visitantes, sin reconocer sus rostros y con la mirada ajena”.
La hermana nazi
El contraste con el amigo
Overbeck y Elisabeth no puede ser mayor. El primero recogió a Nietzsche en
Turín cuando se le manifestó un acceso de locura grave y lo ingresó en un
sanatorio. La ciudad italiana, pues, sería testigo de “Los últimos días de
lucidez de una mente privilegiada”, por decirlo con el título de la biografía
que publicara entre nosotros Lesley Chamberlain en el año 2009. Le encantaban
las vistas a los Alpes y los pórticos por donde solía pasear y entrar en salas
de música y cafés, pese a que su destino era siempre una vida austera y
aislada. Zweig habló de la horrenda soledad que sufrió Nietzsche, en cada lugar
donde se estableció: “Siempre la misma mesa de trabajo y el mismo lecho de
dolor; siempre también la misma soledad. En todos sus años de peregrinación no
hay ni un solo descanso en un ambiente alegre y amable”.
Por su parte, Elisabeth no se
preocupó de la salud de su hermano, en contra de lo que han asegurado algunos
biógrafos, señala la traductora, y buscó negociar con su obra, que quiso
proyectar como un pensamiento cercano al nacionalsocialismo. No en vano,
Elisabeth se casó con un hombre antisemita y wagneriano, fundó en Paraguay una
colonia germana para alejarse de los judíos en Alemania. Pero fracasa y a la
vuelta a su país se concentra en manipular la obra de Nietzsche y satisfacer
sus caprichos. Y mientras, Franziska se desvive por proteger a su hijo, aunque
antaño tuviera ella también una tormentosa relación con él (Nietzsche llega a
decir de ellas dos que son “gentuza”): pasea con él, le lee, permite que se
entregue a la música –“Toca el piano con tanto sentimiento que uno se da cuenta
de que él reflexiona mientras toca” (carta de 1890)–, todo lo cual va
contándole a Overbeck, al que le brinda un agradecimiento tras otro. Son, en
suma, páginas conmovedoras: las que se ven y las que se adivinan entre líneas
en torno a una mente prodigiosa y fatalmente enferma.
Publicado en La Razón, 17-V-2018